domingo, 11 de enero de 2015

GLORIOSO C.N 7 DE ENERO : SEGUNDO AÑO



En el prólogo del otoño del año mil novecientos ochenta y nueve (1989), iniciaba  el año académico correspondiente al segundo grado de educación secundaria. Tenía once (11) años y, como de costumbre,  me reincorporaba a las clases con dos semanas de retraso.  Estaba realmente emocionado por iniciar este nuevo año escolar y, sobre todo, porque regresaba con mis compañeros de la sección “C”. El experimento de crear una sección mutante —“Primero H”— donde extirpaban a un grupo de zagales de sus secciones de origen y los congregaban en una sección: la “H”, al parecer no había dado resultado. En fin, estaba muy contento; la enjundia se adueñaba de mi corazón y, prácticamente se puede decir que me sentía muy feliz. La sección estaba ubicada al frente del patio central; ahora sí, a diferencia de la sección de “Primero C”, esta sección —la de “Segundo C” — era de material noble, con una infraestructura que no tenía nada que envidiar a los mejores colegios particulares de mi añorado Tumbes.

 Una de las primeras clases que tuve  fue con un extraordinario docente: Manuel Olaya. Un profesor que vivía al costado del colegio y que además era un pelotero innato, realmente jugaba muy bien el fútbol o fulbito. “Muelitas” le decían —y aun no sé el porqué —. Era característico su andar; rápido, con pasos más o menos largos y, que al verlo,  generaba  una  sensación de que siempre tenía algo que hacer y que  lo debía de cumplir a tiempo.
Recuerdo que en su primera clase hizo un exégesis que inicialmente me dio cierto temor. Mi mente alberga  con fina claridad este pasaje y que felizmente la espesa oscuridad de los años no ha podido ocultarlo de mi frágil memoria:

 "He querido enseñar en esta sección, porque me han comentado que acá están los  alumnos  que han ocupado el primer y segundo puesto. Vamos a ver, si  es que conmigo tienen altas calificaciones, ya que conozco  dos alumnas de la sección A que merecen a leguas ocupar estos puestos (sic)".

 El profesor Manuel se refería a dos extraordinarias alumnas: Azañero Rodríguez Maribel y Barrientos Pacherres Karin; él, efectivamente les había enseñado el curso de Historia del Perú en el primer año. Cristina Sánchez Moreno —una espigada y hermosa adolescente, hija de un militar— que había ocupado el primer puesto, volteaba insistentemente en busca del brillo pálido de mis ojitos marrones oscuros— ella siempre se sentaba en la primera fila y yo en la tercera—; al mirarme, su rostro diáfano y sonriente, tornasolaba con aquella faz que describe cierta angustia y preocupación. Ella me miraba y me alzaba las cejas, alzaba las cejas y me miraba, como diciendo: ¡Ahora pues!

 Las clases del profesor Olaya eran extraordinarias, cuando quería   precisar algo, de vez  en cuando decía su frase característica:

 "Queridos alumnos, les voy a explicar algo que se les va quedar impregnado en las placas de su cerebro…".

 Parece mentira, pero esa frase generaba al menos en mí, una actitud proactiva y condicionada para captar la información que salía de su hablar. Las clases de los pisos altitudinales, las cuencas hidrográficas, los climas, el anticiclón, la corriente peruana de Humboldt, las nubes, etc., eran tan  estupendas que a  pesar del tiempo transcurrido aún recuerdo casi todo lo que me enseñó. Tanto es  así, que ahora que tengo la gratificante  oportunidad de ser docente en una universidad privada —gracias a mi buen amigo: Rolyn Flores—, a mis alumnos, les expreso la misma frase: 
"Les voy a comentar algo que les quedará impregnadas en las placas de su cerebro".
Espero sinceramente que la evocación de esa expresión genere en ellos la actitud para aprender; aunque no creo ser tan buen docente como el profesor Olaya.

 Hace poco tuve la grata  ocasión de verlo nuevamente. Sinceramente, físicamente  no había cambiado mucho. Sigue con su abundante cabellera rizada, su sonrisa con arrugas disimuladas y su fina línea de oro entre dos de sus dientes. Me hizo pasar amablemente a su casa. De su rostro se desprendía una alegría sincera, me comentó de su pasión: La Pintura. Le comenté sobre lo extraordinario que habían sido sus clases y todo lo que al menos había generado en mí, y creo que dentro de su interior había una satisfacción por el trabajo realizado como docente. Tengo en mi humilde hogar dos cuadros con sus pinturas. 

 En este año —1989—, la mayoría de mis compañeras  de estudio iniciaban el inevitable y fundamental tránsito en la vida, que es ese fascinante lapso de tiempo  en el que las niñas se convierten en mujeres. Efectivamente, la adolescencia impregnaba su sello vital en sus cuerpos. Era realmente sorprendente contemplarlas. Sus cuerpecillos empezaban a transformarse poco a poco. Sus caderas y espaldas se ensanchaban, ellas crecían rápidamente, ciertos días se tornaban más bonitas y sonrientes. Por cierto, en mi salón, según mi trivial entender y mirar,  estaban las adolescentes más hermosas de todo el colegio. Era un ramillete de gracia y candor, de dulzura y primor, de belleza e inocencia; y claro está, a pesar de toda esta atracción  que mi insignificante  corazón sentía por algunas de ellas, nunca jamás tuve el redaño de expresar mi sentir. Además, yo era un niño enjuto, orejón, dientón, narizón y varios “ons”  más, que se transformaban  en  un óbice para poder manifestar libremente mis sentimientos.

 Algunas de ellas, la más “avispadas”, iniciaban alguna relación de enamorados con alumnos de años superiores, generalmente alumnos de cuarto o quinto año. En el recreo, era increíble ver la cantidad de estos mancebos instigando a mis compañeras de clase; silbidos, besos volados, piropos prosaicos, y hasta algunas sandeces forman parte ahora de esta nueva etapa de sus vidas.  Algunos de estos, al ver la cercanía que todas ellas tenían conmigo —para ser sincero, teníamos una relación amical muy grande—  se me acercaban, me entregaban sendos papelitos que alegorizaban cartas de amor  y, a cambio de ese apoyo estratégico para su lujurioso objetivo, me invitaban unas ricas humitas —tamalitos verdes— que compraban  en el vetusto quiosco de color verde que colindaba con mi salón. 

Mi trabajito era dejar el papelito en una mochila o un cuaderno, sin que la amiga mía se entere. En realidad, no era mucho esfuerzo y  casi siempre tenía mi humita asegurada. Esto fue hasta que una compañera mía recibió una tanda de "padre y señor mío" por parte de su madre, ya que ésta descubrió uno de los papelitos en su mochila. Nunca leí el contenido de esas pseudocartas, pero me imagino que el contenido debió ser superlativo para la edad, por el grado de golpiza propinada a mi amiga. Al enterarme de este hecho, me sentí un ser ominoso porque yo contribuí de alguna manera, en este perverso acto de maltrato.

 En el camino al colegio era costumbre encontrarme con Mirtha Gómez Rosillo , Juan Carlos Carreño Gómez y su hermano mellizo; también con Cristina Mena Preciado una alumna un año superior al mío. Teníamos que transitar por un camino estrecho donde solo podía pasar una persona. A los alrededores habían plantas de bejuco y a veces nos sorprendían las lagartijas, capones, sapos e inclusive los colambos.

 Una lección aprendí de Cristina Sánchez Moreno. Mi profesora de Lengua y Literatura Teolinda Timaná, nos había entregado las notas del examen bimestral. Ella( Cristina) revisa meticulosamente su examen, un examen con nota diecinueve (19); comienza a sacar  cálculos en  cada puntaje de las preguntas, y resulta  que tenía en realidad quince (15). Siempre, siempre, la nota mínima de Cristina era dieciocho (18); salvo el curso de educación física, que era menor. Pero en los demás cursos, todas las notas eran diecinueves, veintes; veintes, diecinueves. Cristina alza la mano y expresa:

 —¡Profesora Timaná usted se ha equivocado en mi calificación!
La profesora avergonzada,  le dice:

—¡Hija, pero si tú tienes  diecinueve (19)!
Cristina replica riendo:

—Profesora en realidad yo tengo  quince (15). ¡Usted se ha equivocado!

Este acto insignificante para algunos, reafirmó lo que la abuela siempre me decía: “Busca siempre la justicia y la verdad, aunque aparentemente no te convenga.”

Este segundo año, elegí como curso de formación técnica, el curso de Dibujo Técnico, a cargo de un Profesor que no recuerdo su nombre, pero era un Técnico Electrónico. Justo en una clase de este curso, me vi involucrado en mi primera y única pelea en el colegio. Cuando el Profesor estaba llamando para entregar los exámenes, en el camino de regreso a mi asiento, revisando el examen, un compañero de la sección de “Segundo B”, que le apodaban “la Fidela”, me tocó el trasero, como muestra de la palomillada  predominante en la mayoría de púberes de aquel salón.  Yo, con toda la ira del mundo, a pesar que era menor, en tamaño y edad, expresé:

 —   ¡Que tienes oe reconch$%#$$#$! 

Lo dije con voz firme, pero tan bajo para que no escuche el profesor. Inmediatamente los amigos de la sección “B”, empezaron a azuzarlo y a conminarlo a pelear conmigo, por tal agravio y tal repulsiva ofensa. Al ver esto, me llené de un pavor desmedido. 

—   ¡Chócala para la salida, mier%$#! Me dijo sin titubear.

Yo, para mostrar una valentía —que no había por cierto—, la choqué.  Al terminar el curso, y en la hora del  recreo ya se había armado varias pseudocomisiones, para ver la bronca. “Pipo” y el “Huevo” eran los más avezados y candeleros.

  —¡Vas a llorar! ¡ Te van hacer tragar tierra!  ¡La Fidela come ají y toma sangre de toro!  Me decían.

 Ese grupo de la sección B era muy unido y realmente a veces sentía cierta envidia por la forma como se organizaban y se protegían. Mis compañeros de la sección “C” al enterarse del pacto pugilístico, me decían: 

—¡Sobrao lo ñoqueas, promo! ¡Tú eres más flaco!. Creo que se estaban burlando de mi situación.

 Mientras se acercaba la hora de la salida yo iba sudando frio. Hasta que llegó la una de la tarde. No quería que suene la campana. Pero sonó.

Gonzalo Valladares Morán —uno de los hermanos PanceLeche—  así como Rogger Rosillo Pedrera —uno de los hermanos Zorros—, me acompañaron hasta las afueras del colegio.

—¡Promo defrente a los ojos! ¡No dejes que te abrace! ¡La Fidela no sabe pelear! ¡No tengas miedo! ¡Métele cave! Exclamaban con ahínco y devoción. 

No sabían que por dentro me estaba consumiendo un miedo sepulcral. Varias veces pensé en dejarlo allí no más. Pero, como ocurre hasta ahora, mi palabra había quedado empeñada, y debía cumplir lo dicho y lo pactado.

Nunca olvidaré la algarabía de los compañeros de la sección “B”, en las afueras  del colegio, previos a la pelea. Penango, Pipo, El Huevo, El Were, Martin Mao entre otros, estaban  increíblemente emocionados. Era como la alegría de  una tribu en la que uno de sus miembros empieza a ser hombre; era la bronca de un compañero y ellos querían ver como uno de ellos atiza sin piedad a alguien que ha osado ofender a un integrante de esta novel cofradía.

 El lugar elegido para la bronca fue muy cerca al cementerio de Corrales, cruzando la quebrada. Para esto, ya el tumulto era increíble, muchos escolares del segundo año había alrededor y caminaban como procesión sin santo, al lugar elegido para la crucifixión, la mía por supuesto.

 Se armó el característico círculo. Era costumbre en mi tierra que las peleas se sean de dos, nadie se metía. Todos debían estar alrededor formando un círculo. Cada persona podía arengar y gritar al púgil. 

 Estando en medio del círculo,  sentí que ambos pequeños éramos como unos gallos de pelea dispuestos a dar el mejor espectáculo a unos hambrientos y ansiosos espectadores. Ansiosos de ver golpes, lágrimas, sangre.

 ¡Vamos Fidela! ¡Vamos Zico!  Se escuchaba frenéticamente.

El lugar no era terreno plano, había zonas abruptas, abrojos, terrones, algunos huecos.
Estando frente a frente a dos metros de distancia, empezó la bronca. Nos mirábamos con ira —en realidad yo tenía miedo— empezábamos a movernos a ponernos en posición.  Por mi frágil mente pasaban las imágenes de peleas como las de  Chuck Norris, la de Los Thundercats, y la de los Magníficos, con el objetivo quizá, de aplicar alguna técnica de ellos. De repente un golpe certero en mi frente.  

¡Bien Fidela! ¡Sigue, dale más fuerte!, ¡Destrózalo! ¡Rompelé el hocico por empalao!

Y el adolescente apodado Fidela se vino como un vendaval hacia mi fútil presencia.

No sé cuántos golpes certeros me dio. Lo que hice fue imitar al Increíble Hulk, obviamente no en el cuerpo, ni en color, pero su en su forma de actuar. Empecé a caminar hacia él, mientras seguía recibiendo golpe, no sentía nada. ¡De verdad! Empecé a respirar como toro cansado—con un sonido fuerte y rápido— y seguía caminado, con una mirada iracunda y con los brazos hacia abajo haciendo un ángulo de 30 grados con mi cuerpo flaco; los golpes no me hacían daño. No dolían. Parecía Terminator, cuando avanza sin que los golpes o las balas le hagan daño. Me percaté de su asombro al ver que sus golpes no originaban el más mínimo impacto en mí. Al ver esto, troqué mi mirada de ira, por una mirada  de loco, de orate,  y grite fortísimo:

—¡Ahora te mato conchatu%&%#$! . Lo dije con toda mi furia y locura.

Creo que se asustó al oír esto y empecé a corretearlo como un salvaje. Sólo atiné a propinar una patada por la altura de la cadera, que la Fidela logró contener con la mano. Lo seguía persiguiendo, al intentar correr la Fidela se tropieza en un montículo y se cae. Quise aprovechar esta oportunidad, ya me había convertido en un demente.  Me detuvieron y para mi  bien, se canceló la pelea, por insistencia de todos los compañeros.

 Ahora comprendo porqué los golpes que fueron muchos, no me dolían. El estrés en mi fue tal, que la generación de Cortisol y Adrenalina fue considerable en mi torrente sanguíneo, esto indujo a una rigidez muscular tan fuerte que no sentía los golpes propinados, tampoco el dolor cuando recibía cada uno de ellos. Luego de la pelea, los compañeros me empezaron a felicitar. Ellos estaban convencidos que yo  había ganado esta pelea. Mientras caminábamos por la calle Hilario Carrasco, me empezó un terrible dolor por todo el cuerpo. Me senté en la esquina que colinda con la casa del señor López, ya me había quedado sólo, agaché mi cabeza, miraba fijamente la tierra y empecé a elucubrar que rollo extraordinario le  iba a decir a mi madre por esta pelea, porque estaba seguro que se iba a enterar, y me iba a caer una tanda más dura que todos los golpes que recibí ese día; me imaginaba  el san martincito de ocho lenguas acariciando mis piernas de gallareta. Al llegar a mi casa el dolor era muy fuerte, realmente me habían apanado bien. 

Al día siguiente, ya  en el colegio, veo a la Fidela con una mano vendada, quizá mal herida de tanto golpe que logró propinarme. Yo no tenía nada visible, pero por dentro estaba más mallugado que mango de chupar pisado por varios caballos
No sé porqué le decían Fidela, pero éste era un adolescente que jugaba muy bien el fútbol, tenía una patada fortísima, a pesar de su contextura. Junto con su  hermano Ever eran una  dupla extraordinaria, ellos integraban la selección del segundo grado, adicionalmente  estaban  en el mismo salón, el segundo "B". Ellos vivián en un hermoso villorrio llamado San Isidro; y a aveces iban al colegio en sus bicicletas montañeras. Luego de este acontecimiento, la relación entre ambosLa Fidela y yofue  áspera, de sobriedad, de miradas recelosas, a pesar que seguimos llevando el curso de Dibujo Técnico todo el año  nunca más nos dijimos una palabra.

A parte de este peculiar episodio, el transcurrir del año fue muy sosegado. Trataba de estudiar con entusiasmo y de apoyar a mis compañeros en algunos exámenes. A esa edad, once (11) años, creo que tenía una memoria generosa. No necesitaba estudiar demasiado, sino, lo suficiente. Iba al colegio en el turno de mañana. En las tardes salía con la collera a jugar fútbol al frente de mi casa, en un amplísimo arenal. El Pelé, Uñon, el Were, la Zeta, Alex el hijo del toro, José Antonio, El Perolo, Hower, Tuto y otros más eran los jugadores habituales. 

Se me vienen a mis memorias los momentos en las que dábamos exámenes; en mi salón había magos, si, magos de verdad. Expertos en hacer aparecer y desaparecer cosas, sobre todo  los papelitos con  la copia correspondiente de todo un cuaderno. Podíamos entregar el examen y salir antes de la hora del término oficinal del mismo. Cuando hacía eso, algunas veces me encontraban con mi primo Javier Dios Espinoza y con sus amigos del alma: Felix—que le decían Pino y Césarque le decían o apellidaba Gamboa, era zurdo y jugaba muy bien al fútbol—.  Una vez escuché un comentario de Pino  a mi primo Javicho — él también salía de dar examen en su correspondiente salón el Cuarto Grado “A”— 

 ”Oe tacho, taque el examen ha estado papayita, lo malo es que no conteste ninguna pregunta (sic)” .

Mi primo Javicho y sus amigos, así como yo, nos matamos de la risa por tal sarcástico comentario.

En el recreo jugábamos fulbito en la loza deportiva del colegio o hacíamos hora en el patio central. Recuerdo que  a veces agarraba una escoba, la tomaba como guitarra imaginaria, hacia estulticias y me ponía a imitar a Indochina, que era un grupo de moda en ese momento.

El profesor Cum Apolo, era matemático pero nos enseñó Educación Cívica. Recuerdo su clase sobre el "Derecho a la inviolabilidad de las correspondencia y de las comunicaciones" . Básicamente el tema era que nadie debe leer una carta o correspondencia nuestra sin nuestro consentimiento. Esta clase fue tan importante  que  formó mi carácter con un respeto irrestricto a los datos y comunicaciones de otras personas.

En la clausura del año escolar tenía una sensación de incertidumbre. Me imagino que los púberes más aplicados también tenían ese sentir .Azañero Rodríguez Maribel, Barrientos Pacherres Karin, César Palacios Agurto, Jéssica Medina Morán, Julisa Fernández Rosillo, Aracely Yarlequé, Erin Escobedo Dios, Cristina Sánchez Moreno entre otros excelentísimos alumnos. El profesor Pantaleón Puño Lecarnaqué que hacía de maestro de ceremonias, menciona como segundo  puesto a Cristina Sánchez Moreno. Finalmente me entregaron una libreta de ahorros con 250 mil intis, de una mutual local; y el recuerdo más grato que tengo de ese día, es que un gran hombre, casado con una gran mujer, el  Sr. Héctor Dios Yacila, por el cual guardo una estima profunda y un agradecimiento sinceroantes de venirme a Lima me regalo un libro : "Banco de Preguntas", me dijo:

 "Bien sobrino lo lograste, tu mamá estará muy contenta", mientras sus brazos extendidos sostenían un pedazo de cartón con una carátula que decía "Diploma de Honor"; mi tío Tito, que esbozaba un orgullo paternal,   me hacía entrega del diploma por el primer puesto de aprovechamiento. 



Volver al Indice

0 comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por tus comentarios.

Blogger news