sábado, 20 de junio de 2020

El fascinante origen de la vida



En el otoño del año 1993, iniciaba mis estudios superiores en una conocida universidad nacional de la capital. Había logrado ingresar a la Facultad de Ciencias Naturales y Matemáticas, carrera profesional de Matemática y Estadística. El entusiasmo por empezar esta nueva etapa en mi vida contrastaba con algunos problemas de índole familiar, así como también, con ciertos inconvenientes relacionados al intenso frío limeño que, según recuerdo, ese año la temperatura fue la más baja de los últimos diez. Para un tumbesino acostumbrado al fulgor y las sublimes caricias de nuestro sol, este cambio abrupto fue realmente traumante: labios constantemente resecos y partidos, dolor en las plantas de los pies y en los dedos de las manos, entre otros tormentos. En ese momento tenía quince (15) años de edad, la familia Rueda Espinoza, había tenido la generosidad de hospedarme en su hogar. Mis tíos, José y Mercedes (mi madrina de bautizo, hermana de mi madre) dispusieron de un lugar donde estuvimos mi madre, mis hermanos y eventualmente mi padre. Las clases en la facultad empezaban a las 07: 00 a.m. por lo que debía levantarme a las 5:00 a.m. y salir una hora después. Vivía en la provincia constitucional del Callao y el local de la universidad estaba en el distrito de Pueblo Libre.

Llevé ocho (08) cursos en ese primer ciclo, cuatro (04) de ellos relacionadas a las matemáticas, y los restantes eran: biología general, química, lenguaje y metodología del trabajo universitario.

Recuerdo un día jueves del mes de junio, era la segunda clase del curso de biología; la profesora de la asignatura tenía un doctorado en Biología Molecular en una universidad extranjera y nos comentó— en la clase anterior— que su esposo había participado en un proyecto en la NASA. Son pocos los docentes que han motivado este espíritu investigador que creo tener; uno de estos docentes fue esta singular profesora, que muy a mi pesar no recuerdo su nombre, pero su introducción al tema del origen de la vida, selló en mi adolescente y humilde pensar una posición marcada sobre el gran misterio del vida.

¿Qué es la vida? Es una pregunta compleja de responder, porque de acuerdo al escenario donde la propongamos tendríamos respuestas disímiles; es decir, si hacemos este cuestionamiento a un filósofo, a un biólogo, a un químico, a un físico cuántico, a un religioso, a un astrónomo o aun sociólogo, sus consideraciones no serán las mismas. Ahora, si nos cuestionamos sobre el «origen de la vida», esta pregunta ostenta ribetes de mayor complejidad en su respuesta. Sin embargo, para efecto de este capítulo nos ocuparemos de la principal teoría científica acerca del principio de la vida.

La docente aperturó la clase realizando una serie de preguntas que despertaron mi curiosidad.

— ¿Qué es la vida?

— ¿Saben cómo se formó la vida?

— ¿Creen en Dios?

— ¿Creen ustedes que la vida surgió a partir de los designios de Dios?

— ¿Saben ustedes que los científicos aun no podemos crear vida?

— ¿Saben que la vida tiene patrones definidos? Es decir, la vida descendiente tiene las mismas características que la vida progenitora; de allí que la cría de un perro no podría ser un gato. Esta ley se cumple también a nivel celular, es por eso que una célula ósea, a partir de la mitosis, produce dos células óseas, y no, por ejemplo, dos neuronas o dos células epiteliales. 

Luego de estas preguntas empezó aquella extraordinaria cátedra; mi profesora derrochaba pulcritud al hablar y demostraba una magistral didáctica que solo una persona con tal dominio del tema en cuestión podría hacer, y si adicionalmente le agregamos la virtud principal que deben tener los docentes: el deseo ferviente porque otros aprendan; la clase fue, sin exagerar, como un cuento para niños curiosos con ansías bravías por conocer la principal teoría científica sobre el origen de la vida.

Se estima que aproximadamente hace cinco mil millones de años se formó nuestro querido planeta. Probablemente era una masa incandescente que paulatinamente se fue enfriando. En aquella inestable y antiestética esfera se manifestaban un conjunto de energías descontroladas que se expresaban de diferentes formas. Por ejemplo, la incesante y abrasadora actividad volcánica predominaba en la joven tierra; el fortísimo calor interno hacía que las temperaturas en la superficie fueran demasiado elevadas. Por otro lado: la intensa radiación ultravioleta (a esa edad, la tierra carecía de la capa de ozono), el calor sofocante del sol, la radiactividad, las descargas eléctricas, los rayos cósmicos (que ingresaban con facilidad a nuestro planeta, debido a que no existía aun nuestra capa protectora, la Atmósfera), la presencia de metano, amoniaco, agua e hidrógeno; eran algunos de los componentes —entre sustancias y energías—que se mezclaban sin ninguna razón aparente. A esta singular mezcla se le conoce como «sopa prebiótica», aunque no creo que fuera tan deliciosa como el típico plato de Tumbes, la «Sopa de Bolas» (hecha a base de plátano verde) preparada por mi querida tía Hilda ( Q.D.D.G).

Dentro del «argot» científico la sopa prebiótica es considerada como un caldo de cultivo para la biogénesis; es decir, es la antesala de lo que conocemos hoy como vida. 
Posteriormente, algunos cientos de millones de años más tarde, al consolidarse en nuestro planeta algunas estructuras fundamentales, como por ejemplo: la capa de ozono y la atmósfera, se presentaron las condiciones necesarias para que se produjera la vida primitiva. Según investigaciones científicas la vida se originó hace aproximadamente cuatro mil millones de años, y fue necesariamente en el agua, en aquellos vastos océanos cargados con material volcánico, radiación ultravioleta, descargas eléctricas y las demás sustancias que hemos comentado anteriormente.

Esta teoría fue propuesta en el otoño de 1951, en la Universidad de Chicago por el norteamericano Harold Urey (1893-1981)[1]. Parte de su teoría tomaba como referencia los estudios del ruso Alexander Oparin, bioquímico que escribió el libro El Origen de la Vida, en 1926, y que es considerado el Darwin del Siglo XX.

Para demostrar esta trascendental teoría científica era necesario realizar los experimentos que impregnen validez irrefutable a la misma. Un joven de veintitrés (23) años, estudiante de química de la Universidad de California solicitó el apoyo de Urey como asesor de tesis para su doctorado, era Stanley Miller (1930-2007). El ingenioso Miller hizo construir un aparato con el que realizó un experimento muy simple pero exitoso. En el experimento mezcló vapor de agua, metano, amoníaco e hidrógeno (recordemos que se estima que eran los gases presentes en la inexistente atmósfera de la tierra, tal como lo concibieron Alexander Oparin y Harol Urey). Miller simuló tormentas eléctricas mediante dos electrodos de tungsteno, produciendo descargas de sesenta mil voltios. Al cabo de un día, el líquido resultante se tornó de color rosado y luego de una semana el color trocó a rojo. Que el bendito líquido cambie de color no amerita gran atención, sin embargo, la gran sorpresa fue que al analizar las sustancias inmersas en él, se encontraron aminoácidos que son los compuestos moleculares esenciales que forman parte de la estructura interna de lo que hoy llamamos vida.

—He realizado una explicación muy sucinta de la principal teoría científica acerca del origen vida. —Continúo hablando la doctora.

—Pero además quiero comentarles lo siguiente.

El origen de la vida se dio en condiciones extremadamente adecuadas. Los elementos prístinos que forman la vida deben haberse unido (a nivel atómico) por alguna «indescifrable razón», formando moléculas y estas a su vez se organizaron en macromoléculas complejísimas, por ejemplo, los aminoácidos. Estos aminoácidos tuvieron el «discernimiento» o las «instrucciones necesarias» para agruparse y formar las proteínas. Con gran destreza casi «consciente» a estas proteínas, se les ocurrió la magnífica idea de juntarse y formar el primer ser vivo de la tierra, que definitivamente fue una «célula procariota» (organismo que solo tiene una célula)[2]. Estas son células que carecen de núcleo celular y en las que su ADN ( Ácido Desoxirribonucleico) se encuentra propagado por todo el citoplasma celular. Para darnos una idea general de cómo son las células procariotas imaginemos o recordemos una actividad cotidiana: freír un huevo. Normalmente en el huevo frito podemos observar dos componentes: la yema y la clara. En el centro de hubo se encuentra la yema y alrededor de esta se encuentra la riquísima clara (y si es de una gallina negra, criada en un corral de mi tierra natal, mucho mejor). 

A diferencia de las células procariotas, todas las células que forman los seres vivos complejos (plantas y animales, por ejemplo) tienen un «núcleo» rodeado de el «citoplasma», que para nuestro ejemplo del huevo serían: la yema y la clara respectivamente. Pero, qué pasaría si desistimos de degustar un huevo frito y preferimos hacer una tortilla. Tendríamos que batir y mezclar la yema con la clara, obteniendo una sustancia amarillenta, que al freírla también resulta deliciosa, con una pizca de sal y pimienta, por su puesto. Las células procariotas se asemejan a la tortilla: tienen mezclado el núcleo en el citoplasma celular por lo que éste no se diferencia fácilmente. 

Regresando a nuestro tema de interés, según la ciencia el primer indicio de vida ha sido un «protobiante» en forma de bacteria —como lo denominaba Oparin—. Creo que la mayoría de nosotros cuando nos hablan de bacterias pensamos en gérmenes perjudiciales para la salud y solo nos circunscribimos en ese ámbito, tan limitado por cierto. En realidad, las bacterias requieren ser enaltecidas y tomadas muy en cuenta, ellas son los inquilinos sempiternos de nuestro planeta; estos organismos han sido los testigos—muy envidiados por cierto— que han podido contemplar y participar en el prodigioso tránsito de la materia inerte a la viviente. Ellas han participado proactivamente de la formación y estructuración de lo que hoy denominamos vida.

En esa línea, las bacterias han caminado solitarias por la tierra durante más de dos mil millones de años. Todos las plantas y animales tienen un ancestro común: una bacteria; y que además, para sorpresa nuestra, ni siquiera necesitaba el oxígeno para vivir porque simplemente este elemento tan importante ahora para los seres vivos en ese época no existía. Entonces, ¿cómo vivían? Para mantenerse con vida, estos gérmenes aprendieron la técnica de «fermentar» los azúcares que se encontraban en su hostil entorno. Así pues, estos microorganismos empezaron a reproducirse considerablemente en toda la Tierra, y como resultado de este largo proceso la “comida” empezó a escasear; por consiguiente, la energía que necesitaban (es decir, los azúcares) era muy limitada. Las bacterias tenían que hacer algo ingenioso y sobre todo rápido…o morirían.

De acuerdo a los postulados de la ciencia, hace tres mil quinientos millones de años algunos de estos gérmenes decidieron cambiar la matriz energética necesaria para su existencia y simulando a los mejores ingenieros: inventaron la fotosíntesis. En otras palabras, ante la necesidad de alimentarse, estas bacterias se reestructuraron ingeniosamente para usar la luz del Sol como su principal fuente de energía. A esta nueva forma de microorganismos especializados en utilizar la luz solar se les denomina «cianobacterias». Es muy probable que si hubiéramos tomado algunas fotografías de nuestro planeta en ese determinado momento, tendríamos cerros y cerros de cianobacterias por todos lados. Sin duda alguna, nuestro planeta en ese momento —y por muchos millones de años más— le pertenecía indiscutiblemente a aquellos gérmenes. ¡Cómo desearía haber tomado algunas fotos de los cúmulos de cianobacterias y publicarlas en una conocida red social!

Todo parecía felicidad para la novel Tierra y sus habitantes microscópicos, pero el uso de la fotosíntesis como proceso para obtener energía trajo consigo un problema mayor para nuestro planeta. Las cianobacterias utilizaban la luz del Sol para descomponer el agua (H2O), asimilaban el hidrógeno y expulsaban hacia el exterior un gas muy venenoso para la vida en ese entonces: el oxígeno. Así es, el mismo oxígeno que hoy es fundamental para la vida, en ese tiempo constituyó la primera gran contaminación ambiental a nivel del globo terráqueo.

Ante la eminente destrucción de la vida, estas bacterias tuvieron la grandiosa idea de juntarse, de “conversar”, de protegerse, de ayudarse, de “amarse”. Es así que producto de una simbiosis realmente extraordinaria apareció un organismo maravilloso cuyo contenido genético reposaba, ahora sí, en un solo lugar: un núcleo; que era justamente lo que necesitaban para poder replicarse de manera más segura; pero adicionalmente a esto, se presentó por primera vez en escena de esta emocionante película que es la vida, la mayor restructuración morfológica de un ser vivo: utilizar el oxígeno como fuente de energía. Este organismo fue la aplicación efectiva en la Tierra de lo más avanzado de la ingeniería biológica, este organismo fue la primera «célula eucariota» y apareció hace aproximadamente mil setecientos millones de años. No se exagera cuando se habla de que la célula eucariota goza del súmmum del ingenio biológico, ya que en el interior de la misma se fabricó o ensambló un organelo muy singular: el «mitocondrias», que es la alucinante máquina biológica responsable de transformar el oxígeno en energía para la célula, luego de un extraordinario proceso con una sensación de milagro.

La célula eucariota es un organismo autómata realmente complejísimo y fascinante, es la manifestación viva de las tecnologías de la información. Como es sabido, la revolución tecnológica actual se debe principalmente a que la tecnología ha sido utilizada para recopilar, proteger, almacenar, procesar y distribuir la información de un lado a otro; podemos denominar a este conjunto de actividades como el proceso de «gestión de la información». Bajo este esquema funcionan los sistemas de información en las organizaciones, así como las diversas aplicaciones informáticas como por ejemplo: el correo electrónico, los sitios web, y las redes sociales. Con el mismo fundamento conceptual, la aparición de la célula eucariota se basó en el proceso de «gestión de la información» y lo más intrigante es que lo ejecuta de manera excelsa. Este organismo posee en sus estructuras internas los elementos para recopilar, proteger, almacenar, procesar y distribuir la información genética de un lugar a otro, y lo hace de manera segura y efectiva. En su interior—como el secreto mayor guardado—, se encuentra la información necesaria para programar la muerte y la reproducción de la misma. Todos los animales y plantas están formados por cientos de millones de células eucariotas organizadas en tejidos, órganos y sistemas. Como dato, se estima que un ser humano adulto (el prototipo representativo es un varón, de unos 30 años de edad, 1.72 metros de estatura, 70 kilos de peso y con una superficie de 1.85 metros cuadrados) tiene en promedio 37,2 billones de células eucariotas, y mejor no comento sobre el número de bacterias que llevamos dentro, ni mucho menos la cantidad de células que tiene un Cocodrilo de Tumbes (lagarto) en la plenitud de su existencia.

Ante toda esta extraordinaria realidad, algunos científicos piensan que la vida es, sin duda, la más grande y sorprendente equivocación, es lo ilógico de lo ilógico; más aún si es que tomamos como referencia estadística el comportamiento natural de la materia. Para la ciencia, toda la materia existente obedece la segunda ley de la termodinámica que en resumen se describe como: “todo tiende al desorden y la desorganización”; «entropía» le llaman. Sin embargo, según lo que hemos visto a lo largo de este capítulo, en la materia viviente esta ley no se cumple y ocurre justamente lo contrario: la vida tiende siempre al orden y la organización. Inclusive en la vida se implementan cambios para seguir conservándola; recordemos como las bacterias han aprendido a organizarse y mutar según la coyuntura hasta formar este impresionante organismo que es la célula eucariota.

Mi profesora, aquella mujer de anteojos, sobria y elegante, terminó la cátedra manifestándonos que por más compleja que sea la vida, y ante las evidencias y/o estimaciones científicas acerca de su origen, nosotros, los humanos, somos más que un fenómeno físico, más que un conjunto andante de bacterias y células eucariotas organizadas. Eso nos concede ciertas pinceladas de lo que realmente somos: máquinas biológicas muchísimo más complejas e interesantes. Nos dijo que tenemos consciencia y la capacidad de discernir. Podemos, por ejemplo, admirar la belleza en el canto de un ave, o contemplar la hermosura de un cielo estrellado; o tener la capacidad de creer en Dios o no. Somos capaces de crear poesía, obras musicales, rascacielos, cohetes, supercomputadores, etc. (Yo agregaría: somos capaces de disfrutar de un rico ceviche de mero). Somos un complejo microsistema dentro del gran ecosistema del universo. Nunca se sabrá cuál fue el motivo o la razón por la que un puñado predilecto de átomos se juntaron para formar moléculas, y porque estas se agruparon de manera inteligente para formar aminoácidos, estos a su vez se unieron con enlaces tan perfectos para crear las proteínas; estas también decidieron juntarse de manera voluntaria (o no, ¿quién sabe?) para formar estructuras orgánicas, allí reside el enigma y lo realmente fascinante del principio de la vida











[1] Harold Clayton Urey ganó el Premio Nobel de Química en 1936 por sus trabajos pioneros con los isótopos. También en la creación de la bomba atómica.


[2] La palabra procariota proviene del griego pro “antes” y karion “núcleo”, es decir: “sin núcleo”.


lunes, 18 de mayo de 2020



MI QUERIDA TÍA HILDA

Sinceramente no sabía cómo empezar a escribir estos párrafos. Entre mi corazón y mi razón había una pugna, había confusión, desazón, dolor, pena, una pena muy grande, inmensa. Pero también, la templanza susurraba a mi oído, me otorgaba tranquilidad, me decía sutílmente que aquella mujer debía cumplir su ciclo en esta vida, faltando pocos meses para sus nueve décadas de vital y fértil existencia.

Mis recuerdos infantiles la vieron por primera vez, cuando yo tenía entre 6 o 7 años.  Cuando vine de vacaciones, a Lima, al Callao, a la Ciudad del Pescador. Ella vivía en una casa grande, acogedora, con un patio trasero donde criaba algunos animalitos; también tenía un patio exterior donde jugábamos los niños, entre primos y vecinos. El aroma a cebada ( cerca de allí se ubicaba la planta de la cervecería Pilsen Callao, hoy el Mall Aventura Plaza), los sonidos de los aviones y el inigualable sabor a “hierba luisa” que siempre nos daba,  dibujaban con mayor intensidad mis recuerdos de aquel lugar.  Aquella mujer, con su sonrisa, su mirada dulce, que irradiaba ternura, hacía que yo me sintiera seguro con ella, en esa casa tan grande.

Esta mujer fue la hija mayor del matrimonio Víctor Espinoza Neyra ( a quién  no conocí) y Nolberta Zárate Rugel; Hilda, era su nombre. Se casó, tuvo una hija, llamada Deysi ( mi admirada prima), su esposo murió en un accidente.  Luego, conoce a un gran hombre Agustín Peña Preciado (Tio Agucho) mientras ella ayudaba a la hermana de mi abuela materna en el distrito de la Cruz, muy cerca a Corrales.  Del fruto de este amor, nacieron:  Cholo, Blanco, Chabuca, Esther, Olgui y Calín; así los llamaba mi tía a sus hijos.

Son tantas cosas que puedo expresar de mi tía Hilda, pero sin duda alguna, el más grande gesto de amor, de compasión, de generosidad, hacía mí y hacía mi familia, fue cuando fuimos acogidos en su casa, mientras yo era un estudiante universitario, tenía 15 años, pronto cumpliría 16. Fueron casi 5 años, exactamente cuatro años, 8 meses y 2 días. Desde el jueves 17 de junio de 1993 hasta el 19 de febrero de 1998; hay datos que nunca se borrarán de mi frágil mente.  Se cuenta que mi abuela, Nolberta, “la Mamita”, llamó a mi tía Hilda, para solicitarle que nos acoja en su hogar; mi tía, tanto como mi tio Agucho aceptaron sin dudar. Mis primos y sus familias nos acogieron con mucho amor y paciencia, a pesar de algunos inconvenientes que no vienen al caso nombrar. 

Ese tiempo fue aleccionador en todos los aspectos de mi vida. Mi tía, tenía a cargo, además, tres de sus nietos, y uno de ellos el más querido para ella, según mi modesto entender.   Recuerdo que se levantaba muy temprano a prepárales el desayuno porque tenían que ir al colegio. Cada vez que yo regresaba de la Universidad siempre, siempre tenía que buscarla a ella, para saludarla, para avisar que había llegado. Era una costumbre, y recuerdo que a veces mi tía estaba molesta corrigiendo a uno de sus nietos, y de repente yo llegaba, la saludaba en pleno desvarío emocional, y mi tía cambiaba de rostro, me saludaba con una amplia sonrisa: “Buenas tardes hijo…”, me decía. Apenas yo desaparecía de su vista, retornaba a la corrección con sus nietos.

Una característica de mi tía Hilda era su fortaleza física, era realmente como un roble. “Es de buena madera”, decíamos. A sus casi 90 años, ella visitaba a la familia, a sus hermanos, a un familiar en su cumpleaños, tenía en su memoria casi todos los cumpleaños. Casi no se perdía ningún cumpleaños de la familia, y si era necesario irse sola, ella tomaba su movilidad y transitaba por Lima con total naturalidad y seguridad; y si no podía, llamaba. Muy religiosa, devota de la virgen y afanosa por el rosario.   Para sus cumpleaños, siempre decía “Quizá este sea mi último cumpleaños” y se tomaba su buen sorbo de vino, así lo venía diciendo y haciendo desde que cumplió 80 años.

Finalmente, hoy, 18.05.2020, aproximadamente a las 5:00 a.m. mi tía Hilda Espinoza Zárate ha fallecido. Ha sido una vida extraordinaria, llegó a conocer a sus hijos, nietos y bisnietos. Ha tenido alegrías, tristezas, preocupaciones, angustias y emociones de las buenas.  Mi corazón está triste, pero también siento cierta tranquilidad. He sentido muchas veces las caricias en mis mejillas, de sus manos adornadas por el paso del tiempo. Cada vez que la visitaba o que nos veíamos, y ante un gesto irrisorio mío de agradecimiento hacia ella, mi tía siempre me decía “Que Dios te bendiga hijo, y siempre te dé más”. Esa frase me hacía sentir feliz, alegre, mi corazón se emocionaba, al verla contenta, exultar de alegría y de gozo. Recuerdo que cuando me gradué, tenía que invitar sólo a cuatro personas, una de ellas definitivamente fue mi tía, ella me dijo: “Hijo lo lograste”, desde allí cada paso importante en mi vida, cada nuevo curso terminado, especialización o maestría, se lo contaba a mi tía, y ella estaba orgullosísima del pequeño sobrino, enjuto él, que acogió en su hogar.   Recuerdo que el año pasado le pedí que prepare Jalea (un dulce de plátano) porque en mi trabajo estaban un concurso de postres típicos. Mi tía lo preparó demasiado rico y tuvimos la fortuna de ganar, eso la alegró muchísimo.

Siempre el agradecimiento mío y de mi familia hacia mi querida tía. Mis hijos, y lo seres que más amo, saben lo vital que fue mi tía para mí, para mi desarrollo personal y profesional; nos preocupábamos de muchas cosas, pero de un techo donde dormir, o una cama donde reposar la cabeza, de eso no, porque gracias al amor y generosidad de mi ti Hilda, de mi tio Agucho y de sus hijos, teníamos donde descansar.

Se ha ido la primera hija del matrimonio Espinoza Zárate, en una coyuntura lamentable, sin podernos despedir, así es el destino, a veces cruel, pero que su fortaleza nos ayude, y sobre todo a su hijos, nietos y bisnietos, a mantener la unidad familiar, los dogmas y principios que ha dejado su vasto transitar por ese pequeño mundo.

viernes, 8 de mayo de 2020



¿VENIMOS DE LAS ESTRELLAS?  






Resumen
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Es increíble pensar que, al fin y al cabo,  estamos constituidos de elementos químicos como el hierro, calcio, oxígeno, magnesio, entre otros. Pero resulta más increíble aun, el saber que estos elementos químicos no se originaron en nuestro querido planeta, sino que provienen de lugares insospechados y que su presencia en este planeta y en nosotros mismos tiene un matiz de milagro.

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Mi mente alberga un acontecimiento singular que ocurrió hace ya varios años, cuando estudiaba en mi pequeña escuela de nivel primario: Carlos Vásquez Villaseca, conocida comúnmente como “La Tres”. Una compañera mía se desvaneció y, para suerte de todos, este vahído ocurrió mientras ella estaba sentada escuchando clase; su enjuto cuerpo se inclinó bruscamente hacia el compañero del costado. Ese compañero era precisamente yo.  

Jenny se estaba asomando irremediablemente a ese intervalo de tiempo donde ocurren cambios importantes en nuestro organismo: la pubertad. Su hemoglobina estaba muy por debajo de los valores normales y le diagnosticaron un cuadro de anemia. La maestra nos explicó que nuestra compañera no tenía suficiente «hierro» en su cuerpo y estaba segura de que Jenny no se había estado  alimentando adecuadamente.

Luego de una nimia investigación infantil pude conocer que en nuestro cuerpo residen  elementos químicos muy importantes para el adecuado funcionamiento del mismo. Elementos como por ejemplo el hierro, oxígeno, magnesio, potasio, carbono, calcio, sodio, entre otros; que son esenciales para nuestra existencia y, desde luego, para nuestro bienestar. Según esto, una serie de preguntas ahondaron mi curiosidad ¿de dónde vienen esos elementos? ¿Cómo y cuándo se formaron? Al trasladar estos cuestionamientos a los adultos me respondían de manera categórica afirmando que estos elementos están presentes en la naturaleza y que han estado allí desde siempre. Entiéndase por naturaleza, como toda aquella materia que está en nuestro querido planeta y donde no ha intervenido la mano del hombre. Sin embargo, algo en mi ingenuo pensar susurraba insistentemente a mi avizor oído diciéndome que no era así; la respuesta no debía ser tan simple y, sobre todo, sin ninguna argumentación plausible.

Sabemos que la comunidad científica ha aceptado la teoría del Big Bang como el posible origen del universo. Todo empezó con aquella «singularidad», con aquella explosión inimaginable  que fecundó la materia y también al tiempo. Según esta teoría, se considera que los únicos elementos químicos que se pudieron formar minutos después del gran estallido (entre uno a tres minutos) fueron el hidrógeno[1] y el helio. A elevadas temperaturas se convierte en helio liberando cierta cantidad de energía. La ciencia afirma que inmediatamente después del Big Bang la temperatura descendió estrepitosamente impidiendo que se forme una cantidad considerable de helio. En otras palabras, después del Big Bang sólo había hidrógeno, una pizca de helio y casi nada de berilio. En conclusión, si en el principio de los tiempos solo existían tres elementos, entonces ¿de dónde surgieron los demás elementos químicos? ¿De dónde se formó, por ejemplo, el carbono, elemento fundamental para la vida?

 Todo indica que estos nuevos elementos no se formaron  en el Big Bang, sino que se concibieron mucho tiempo después en un lugar fascinante, muy luminoso, y hace miles de millones de años. Este postulado resulta muy interesante; aunque más asombroso es la afirmación teórica  que plantea inclusive, que nosotros somos parte de las estrellas; según la ciencia, todos estamos constituidos de residuos estelares.
Para escrutar esta inferencia—que estamos constituidos de residuos estelares—, debemos de acercar nuestra singular curiosidad a la vida impresionante de las estrellas. Tenemos, por tanto, que conocer la historia de las mismas, desde su concepción hasta su fallecimiento, siendo esto último aún más extraordinario... ¡Empecemos!

Como habíamos descrito, en el principio de todo solo existían hidrógeno y una irrisoria cantidad de helio. Imaginemos al universo en su etapa inicial, todo lo que existía era un gas (el hidrógeno) vagando aparentemente sin rumbo definido por todo el espacio. Poco a poco, las moléculas de este gas, motivadas por la enigmática fuerza de atracción gravitatoria, colapsaron en unos puntos específicos; toda la materia circundante fue atraída hacia cada punto. Pasaron algunos millones de años y cada punto se convirtió en una esfera con un núcleo muy caliente; esto debido fundamentalmente a la gran concentración de moléculas y a la rapidez de los movimientos de estas, y, como sabemos, a elevadas temperaturas los cuerpos emiten una radiación que se traduce en energía luminosa. Podemos decir entonces que, bajo las circunstanciadas descritas:” ha nacido una estrella”.

El nacimiento de una estrella es uno de los acontecimientos más sensacionales en el universo, y se espera una vida duradera (varios miles de millones de años) para este tipo de astros. Pero no todas las estrellas tienen una larga vida; así pues, el ciclo de vida estelar  está imbricado a su masa; es decir, el tiempo de duración de una estrella es inversamente proporcional a la masa de la misma. Por ejemplo, estrellas que tienen una masa de treinta (30) veces que la de nuestro Sol, serán muy inestables y efímeras en el tiempo (vivirán algunos millones de años). Por el contrario, las estrellas con una masa diez (10) veces menor que la masa de nuestro Sol son casi sempiternas.

Cuando la estrella ha visto la luz (en realidad, cuando empieza a generarla), la atracción gravitatoria sigue haciendo su trabajo, concentrando y colapsando más y más moléculas de hidrógeno. La estrella lucha contra la desgarradora, sofocante y agobiante fuerza de gravedad; a mayor masa estelar, mayor será la intensidad de la fuerza de atracción. Si es que no existe algo que detenga a la draconiana fuerza de gravedad, la estrella se dirigirá inexorablemente a su extinción…a su muerte. Es algo paradójico: la misma fuerza que le dio la vida, también será la causante de su muerte. Sin embargo, cuando la temperatura del núcleo de la estrella logra alcanzar  los  diez (10) millones de grados kelvin, aparece una fuerza que contrarresta la atracción gravitatoria. Es una presión hacia el exterior del núcleo, cuyo origen tiene relación con una reacción a nivel atómico: la fusión nuclear. La estrella, por tanto, se mantiene estable básicamente porque existe una equiparación entre estas dos fuerzas: la de atracción gravitatoria y la de repulsión. Esta etapa de la vida de las estrellas se denomina la «secuencia principal».

En la secuencia principal las estrellas se comportan como un colosal e inimaginable horno termonuclear donde se «quema» hidrógeno en el núcleo de la misma. Cuando nos referimos a «quemar» hidrógeno queremos decir que se produce el fenómeno de fusión nuclear del hidrógeno. En este entender, si la temperatura de la estrella alcanza los diez (10) millones de grados kelvin, cuatro (04) átomos de hidrógeno se unen y forman un (01) átomo de helio, liberando gran cantidad de energía que se puede apreciar en forma de luz visible. Por tanto, el brillo de la estrella es la energía que se desprende de la fusión nuclear que convierte hidrogeno en helio, y equivale a la energía de la explosión de miles de millones de bombas atómicas parecidas a la que cayeron en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en la segunda guerra mundial. La grandiosa idea de que el brillo de la estrella proviene de la liberación de energía producto de la fusión nuclear del átomo de hidrógeno («nucleosíntesis») se la debemos al científico alemán Hans Albrecht Bethe[2] (1906-2005).

La estrella se mantendrá en esta fulgurante y luminosa etapa hasta que agote su combustible, su materia prima: el hidrógeno. Una estrella de masa normal, como nuestro Sol por ejemplo, pasa la mayor parte de su vida en esta fase (la secuencia principal), que como hemos dicho, durará cerca de unos diez mil millones de años. Se estima que nuestro Sol tiene un tiempo de vida de unos cuatro mil quinientos millones de años, y le quedan otros miles de millones más (días más, días menos).
Cuando nuestro Sol agote su materia prima, será el inicio del fin. Las reacciones de fusión nuclear desaparecerán, por consiguiente no habrá nada que contrarreste o se oponga a la fuerza de gravedad, permitiendo a esta nuevamente tomar el control de la situación. Nuestra querida estrella perderá su brillo y luminosidad, por tanto…¡se apagará! En ese momento el núcleo de la estrella estará constituido principalmente de helio y este elemento no podrá fusionarse porque el nivel de la temperatura no es el idóneo. Lentamente, pero con la misma rudeza de siempre, la fuerza de gravedad contraerá la materia en el centro de la estrella y, paulatinamente con una paciencia que dura millones de años, la temperatura de la estrella se elevará. Cuando la temperatura del núcleo llegue a la sofocante cifra de los cien millones de grados kelvin, los núcleos de helio comenzarán a fusionarse; la estrella por tanto, empieza a quemar helio, creando átomos de carbono[3] y desprendiendo, como siempre, energía que se tornasola en luz visible. La estrella nuevamente se enciende, se reanima, se emociona, vuelve a la vida lúcida y en su brillantez se mantendrá quemando helio por varios millones de años. Sin embargo, es importante resaltar que en esta etapa el brillo estelar es mucho menor que en la secuencia principal.

Cuando se agote el helio, la estrella nuevamente se apagará. Otra vez, la fuerza de gravedad colapsará la masa que rodea el núcleo de la estrella, originando un incremento importante en la temperatura del núcleo llegando a varios cientos de millones de grados. La estrella, por consiguiente, empezará a quemar carbono. Este ciclo dinámico seguirá formando átomos más y más pesados. Por ejemplo: magnesio, sodio, neón, oxígeno, azufre, fosforo, hasta llegar al hierro, que es el último elemento que se formará en el núcleo de la estrella; esto debido a que los niveles de la temperatura estelar ya no serán los suficientes para lograr fusionar este elemento. Me queda claro que el mismo hierro que le faltaba al organismo de mi compañera Jenny, es el último elemento que logró formarse en alguna estrella mucho más antigua que nuestro Sol.
Toda esta magnífica conceptualización, de que el origen de los elementos químicos en el Universo provienen del núcleo de las estrellas, es el resultado de un exiguo trabajo teórico de un conjunto de científicos entre los que destacan: Fred Hoyle, Alfred Fowler (1911-1995) y el matrimonio Burbidge —Gepffrey Ronald (1925-2010) y Margaret (n.1919) —.   Es difícil poder nombrar a todos las grandes mentes que han participado en esta idea, pero sin duda los arriba mencionados son los más resaltantes.

Hasta aquí hemos podido comprender que algunos elementos químicos se formaron en el corazón de las estrellas. Es decir, de los  ciento diecinueve (119) elementos químicos que actualmente se conocen, al menos veintiséis de ellos —hasta el hierro que ocupa el puesto Nº 26 en la tabla periódica de elementos químicos, se formaron en el núcleo estelar, en el corazón de las estrellas. Pero ¿cómo estos elementos se desprendieron  del regazo estelar hasta llegar a la tierra? ¿Cómo se formaron los noventa y tantos elementos restantes?
La respuesta nuevamente está vinculada a la masa de la estrella al momento de ser fecundada. Sólo las estrellas con cierta masa podrán propagar elementos químicos hasta los confines del universo. Los científicos dividen a las estrellas por su masa, en tres tipos: (i) estrellas con masa menor al 8% de nuestro Sol; (ii) estrellas con masa similares a la de nuestro Sol y; (iii) estrellas con masa mucho mayor a la de nuestro Sol.

Así pues, si al momento de nacer, la estrella tiene una masa menor al 8% que la del Sol, la fuerza de atracción no será tan intensa para producir el proceso de fusión nuclear y, por ende, no podrá encender a la estrella; estas estrellas son imperceptibles a simple vista. Su vida es muy aburrida y morirán sin dejar rastro ni huella considerable en el universo. A una estrella de estas características  se  le denomina «enana marrón».
Por otro lado, casi el 90% de las estrellas tienen una masa equivalente a la del Sol. Ya hemos comentado que la vida de este tipo de estrellas dura un poco más de diez mil millones de años. En un determinado momento de la ígnea vida de la estrella, las altas temperaturas en el núcleo contribuyen a que las capas exteriores se expandan, por lo que la estrella aumenta considerablemente su tamaño. En este estado, a la estrella se le conoce como  «gigante roja». En el caso de nuestro Sol, se calcula que su radio llegará a una distancia entre las órbitas de nuestro planeta y Marte. Supongo que en ese instante tendremos tanto calor, que no será suficiente tomar un delicioso refresco de tamarindo de las fértiles tierras de Tumbes para mitigar la sed.
Habíamos comentado que la formación del hierro en el núcleo de la estrella es el prólogo del epílogo de la misma, ya que será el último elemento que se formará después de tantas fusiones nucleares. Así pues, miles de años después, la «gigante roja» se contraerá tanto que las capas exteriores se desprenderán formando un compuesto gaseoso llamado «nebulosa planetaria» que rodeará a un resto macizo y compacto de la estrella, que además, es muy brillante; a este resto se le conoce como una «enana blanca».

Lo interesante de este capítulo viene a continuación. Cuando una estrella tiene una gran masa (por ejemplo a partir diez veces mayor que la del Sol), en su fase final se convierte en una «super gigante roja». Al tener una gran masa, la fuerza de gravedad es descomunal y la estrella empieza a colapsarse demasiado rápido; la densidad es inimaginable (por ejemplo, toda la masa de la tierra concentrada en tan solo quince kilómetros); se ha formado un núcleo super macizo  de hierro. Debido al «Principio de Exclusión de Pauli» es imposible que la estrella concentre más masa, la ionización de los átomos genera una gran inestabilidad en el núcleo estelar y al alcanzar una magnitud de 1.5 veces la masa de nuestro Sol, ocurre una descomunal explosión: una «Supernova». La Supernova irradia al universo los veintiséis elementos químicos que se han logrado formar en el núcleo de la estrella,  así como también todos los elementos restantes, los mismos que se fabricarán en el mismo momento del colosal estallido. ¡La estrella ha muerto! La estrella se ha convertido en una nube de gas cósmico que se propagará por todo el espacio.
Con el paso del tiempo estos fósiles estelares formarán otras estrellas, planetas (y lo que existe dentro de ellos). Todos los elementos químicos después del hidrógeno, se han formado en el núcleo de las estrellas y en las Supernovas. Gracias a estas explosiones, los elementos se han irradiado  por el universo. Es decir,  el calcio de nuestros huesos, el hierro de nuestra sangre, el magnesio y potasio de nuestro cerebro, el sodio, el oxígeno y otros elementos que nos constituyen,  llegaron a nosotros a través de una terrorífica explosión.

De acuerdo a esto, somos el resultado de un milagroso proceso de fusión nuclear, los elementos que nos constituyen vienen de los confines del universo, han nacido del útero fértil de alguna hermosa estrella que se desintegrado luego de un explosión colosal; somos la vida resultante de la muerte estelar, la energía que se convierte en materia, y que sin duda alguna somos la materia que regresaremos a ser energía nuevamente.

Finalmente, el cuadro de anemia de mi amiga Jenny, la falta de hierro en su organismo, resultó ser demasiado interesante.



[1]  El hidrógeno es el elemento más  simple y abundante del universo conocido. Casi el 93% de todo el cosmos es hidrógeno; con apenas un protón en su núcleo atómico, ocupa el primer lugar de la tabla periódica de los elementos químicos.
[2] Hans Albrecht Bethe fue un prominente físico nacido en Alemania y de origen. Ganó el Premio Nobel de Física en el año1967 por su descubrimiento de la «nucleosíntesis» estelar.

[3] A la creación de carbono en el núcleo estelar se le llama «Proceso Triple Alfa».  Tres átomos de Helio ( llamado también partícula Alfa) con dos protones cada uno, forman un átomo de carbono con seis protones, y la consecuente liberación de energía

sábado, 18 de abril de 2020



Automatización Robòtica de Procesos ( RPA)

Pienso que, lo que diferencia al Homo Sapiens de las demás especies del reino animal, es la incesante capacidad por transformarse, por reestructurarse, por mejorar su forma de vida, por evolucionar. En este entender, la primera gran transformación de la humanidad fue la Agricultura; yo le denominaría, disculpando el atrevimiento, la transformación agraria. Imagino a ese grupo de humanos, a ese “punta de lanza” que decidió, por alguna innovadora razón, abandonar esas cansadas, estresantes y peligrosas actividades como cazadores, recolectores y pescadores, allá, en el tan lejano neolítico. Nuestros ancestros descubrieron el ciclo de vida de las plantas y crearon una tecnología disruptiva que cambio por completo la visión y el destino de la humanidad. Se transformaron en sedentarios y las urbes empezaron a constituirse.

La otra gran transformación fue la Industrial, nos dimos cuenta que el trabajo draconiano y pétreo, podía ser realizado por las máquinas, por ejemplo, las de vapor; tecnología disruptiva creada para aliviarnos de esas duras y agotadoras jornadas de esfuerzo físico. Empezamos a formar nuestra mente, a invertir más horas de trabajo aprovechando nuestras sinapsis neuronales, para hacer cosas con menos trabajo físico.

Pero sin duda alguna, hasta ahora, la invención de la computadora y la internet, ha constituido la gran transformación de la humanidad; esta tiene varios sabores, etiquetas, matices: desde la revolución de los superconductores hasta lo que hoy conocemos como la famosa transformación digital. Esto último es el súmmum de la elucubración humana, de los grandes, de los pioneros como Babage, Lovelace, Planck, Einsten, Turing, Presper, Mauchly, Von Neumann, Moore, Cooper entre otros; y los actuales como Bernes Lee, Gates, Jobs, Tomnlinson, Brin, Page, Kurzwail ( el autor de la Singularidad Tecnológica) entre otros. Estos señores, cada quien, en su debido tiempo, han contribuido para que actualmente disfrutemos de un conjunto de tecnologías que facilitan nuestra vida y trabajo, siempre y cuando las aprovechemos de manera efectiva.
Es tiempo de transformarse digitalmente, es decir, utilizar la tecnología digital existente para ofrecer mejores servicios a nuestros clientes y/o ciudadanos; pero también, para aliviarnos de tareas monótonas y repetitivas que realizamos usando un sistema informático y que lamentablemente siempre están impregnadas como colesterol en las venas mismas de los procesos de las organizaciones. Estas tareas, así como en la transformación industrial, pueden ser realizadas por máquinas, por máquinas de software, por robots, usando la tecnología RPA, por tanto podemos decir:
"encarga al robot lo que es para el robot y al humano lo que es para el humano".


Para lograr esto, sobre todo en el Estado Peruano, necesitamos el liderazgo inspirador de gente con visión de futuro, disruptiva, que sueñe despierta, que vuele con la imaginación, que sea un avión ultrasónico, flexible y dinámico; personas que sean “punta de lanza”, que hagan camino al andar, que no tengan miedo a fracasar intentando algo nuevo, algo innovador, algo que transformará su área, su entidad, su sector, su país. Necesitamos pensar digitalmente, hacer, errar, corregir, rehacer y volver a pensar digitalmente, necesitamos tener activo nuestro mindset digital. De esta manera podemos usar la tecnología para que contribuya a nuestra gran misión como Estado: ofrecer mejores servicios a nuestros ciudadanos.

Aquí un ejemplo:
https://www.facebook.com/oefa.peru/videos/517186908947994/

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