En el año mil novecientos noventa
y uno (1991), cursaba el cuarto año de
educación secundaria. Se podría decir que estábamos en el prólogo del epílogo
de esta extraordinaria relación con mi gran Colegio Nacional 7 de Enero. Si, este
feto cognitivo ya bordeaba, estimo yo, —haciendo una metáfora con el desarrollo
pre-natal— los siete (07) meses de
gestación. El cuarto grado de educación secundaria impregnó en mi endeble
memoria y en mi taciturno corazón, varias emociones juntas. En ese año también
ocurrió la huelga del magisterio más larga que se ha producido hasta donde
tengo conocimiento.
En aquel año la primera vez que
asistí al centro base C.N 7 de Enero fue
después de dos semanas de retraso. Un lunes, si, fue un lunes, un lunes
de otoño, aunque en mi querida tierra, siempre es verano, siempre la
majestuosidad del astro rey se deja sentir, siempre es alegría. Ese lunes, como todos los
lunes, iniciábamos con el izamiento del
sagrado pabellón nacional. La auxiliar encargada de la ceremonia se
percata de mi presencia—no sé cómo, porque yo siempre pasaba
desapercibido— y me invita a izar el
pabellón nacional. Con la sinceridad de siempre, debo decir que me llené de
ínfulas. Si, de esas que te hacen inflar el pecho—aunque yo era tan flaco que
no se inflaba nada— pero me alegré gratamente por tener ese privilegio de izar
por vez primera el pabellón nacional en mi gran colegio. Todos los compañeros
guardaban el respeto propio de la ocasión, aunque siempre estaban los
compañeros que hacían bromas para deleite de todos. Mientras mis manos cadenciosamente se
desplazaban de arriba hacia abajo con el objetivo de elevar nuestra bandera
hasta lo más alto, mi mente soñaba e imaginaba que yo era alguien importante. Si,
alguien de quien mis amigos y compañeros se sientan orgullosos, sobre todo, por
el esfuerzo, la humildad, la honradez y la capacidad de hacer el bien a los
demás. Esta misma sensación la tuve hace poco, cuando en mi anterior trabajo,
en un importante ministerio, se me invitó a izar el pabellón nacional. La única
diferencia es que ya no soy el adolescente
enjuto y de rostro fino, ahora estoy
gordo, canoso y con las marcas del tiempo en mí no agraciada faz.
Ese año, la dirección del colegio decidió que todas
las secciones del cuarto grado de educación secundaria pasen al turno de la
tarde. Aunque parece baladí este accionar, al menos a mí, y sé que a varios
compañeros les cambio toda la rutina y fue muy difícil adaptarse. Esto debido a
que los tres primeros años, nuestras clases habían sido en la mañana.
Adicionalmente a este cambio abrupto, hubo otro muy significativo: el nuevo
profesor del curso de Agricultura.
Algunos púberes habíamos
seleccionado como curso técnico, el curso de Agricultura, sobre todo porque era
un curso donde no pedían materiales, ni cosas cuyo valor no estaban contemplado
en el precario presupuesto familiar, sólo nos pedían nuestra fuerza motriz para
preparar la tierra y sembrarla. También, el profesor del curso —en tercer año—, Ricardo César Espinoza Yacila —q.p.d.g— era
un docente que daba un trato muy especial al alumno, te hacía sentir como en
casa, y la relación con él se aproximaba al lindero de la amistad. Pero en
cuarto año eso cambio por completo. El profesor del curso de Agricultura fue
Isaud Dios Barrientos, pero nosotros lo conocíamos como “Chelo”. La primera
sesión que tuvimos con el profesor Chelo, que fue un jueves nos dijo lo
siguiente:
“Señores, yo soy su nuevo profesor de agricultura, y conmigo aprenderán
a sembrar la tierra de verdad. Aprenderán a sacarse la mugre, tal como trabajan
nuestros hermanos campesinos. Yo no soy su padre, ni su amigo, soy su profesor,
así que conmigo labrarán la tierra con esfuerzo y dedicación […]” (sic).
Esas frases fueron suficientes para darnos una
idea de cómo se iban a desarrollar todos los jueves, porque el curso había sido
programado los días jueves, todo el día,
de 1:00 pm a 6:00 pm.
Luego de una pequeña charla introductoria acerca del origen de la Agricultura, y la forma como ésta había ayudado a la humanidad, empezó la acción. Éramos como cuarenta (40) alumnos, el profesor nos dividió en cuatro (04) grupos de diez (10) personas, y nos asignó nuestro primer trabajo: limpiar la maleza de una parcela. Agarramos lampas, trinches y rastrillos, y sinceramente fue un día traumante, porque el profesor Isaud, se comportaba como un latifundista que exigía a sus siervos campesinos a trabajar sin detenerse. Varios terminamos con ampollas en las manos y con nuestros uniformes sucios. Después de ese día lamenté haberme metido al curso de Agricultura. Sinceramente, cuando la luz del día miércoles se trocaba en penumbra, mis ánimos decaían, porque se venía el inevitable día jueves. Los días jueves fueron tan estigmatizantes en los dos primeros meses, que podríamos decir que en “esos jueves, los húmeros me ponía a la mala, y jamás, como esos días, me volvía a verme sólo...”. Con el transcurrir del tiempo, nuestros cuerpos adolescentes se acostumbraron al trabajo draconiano. La imagen de sátrapa que había formado el profesor Isaud en nosotros, se fue desvaneciendo poco a poco, con las interacciones semanales. El ojiverde profesor Chelo, es un profesor completo. Domina su curso, exigente cien por ciento, además es artista, toca guitarra, canta, compone muy bien y sobre todo nos brindaba consejos que al menos para mí me han ayudado y me siguen ayudando hasta ahora:
Luego de una pequeña charla introductoria acerca del origen de la Agricultura, y la forma como ésta había ayudado a la humanidad, empezó la acción. Éramos como cuarenta (40) alumnos, el profesor nos dividió en cuatro (04) grupos de diez (10) personas, y nos asignó nuestro primer trabajo: limpiar la maleza de una parcela. Agarramos lampas, trinches y rastrillos, y sinceramente fue un día traumante, porque el profesor Isaud, se comportaba como un latifundista que exigía a sus siervos campesinos a trabajar sin detenerse. Varios terminamos con ampollas en las manos y con nuestros uniformes sucios. Después de ese día lamenté haberme metido al curso de Agricultura. Sinceramente, cuando la luz del día miércoles se trocaba en penumbra, mis ánimos decaían, porque se venía el inevitable día jueves. Los días jueves fueron tan estigmatizantes en los dos primeros meses, que podríamos decir que en “esos jueves, los húmeros me ponía a la mala, y jamás, como esos días, me volvía a verme sólo...”. Con el transcurrir del tiempo, nuestros cuerpos adolescentes se acostumbraron al trabajo draconiano. La imagen de sátrapa que había formado el profesor Isaud en nosotros, se fue desvaneciendo poco a poco, con las interacciones semanales. El ojiverde profesor Chelo, es un profesor completo. Domina su curso, exigente cien por ciento, además es artista, toca guitarra, canta, compone muy bien y sobre todo nos brindaba consejos que al menos para mí me han ayudado y me siguen ayudando hasta ahora:
“El
esfuerzo siempre te lleva al éxito”, decía.
El profesor Chelo nos hizo crear
parcelas en nuestros corrales o en algún lugar de nuestras casas donde se pueda
sembrar, y decía:
“Voy a pasar por sus casas para ver si están sembrando sus parcelas”.
Yo hice mi parcelita, donde
sembré culantro, lechuga y rabanito. También
sembré una planta de plátano de manzano, que me dio mi tío Pepe (
q.p.d.g) de su chacrita. El profesor
Chelo en ese tiempo vivía en el centro
poblado de Buena Vista Baja; para ir al Siete de Enero tenía que pasar por mi
casa, definitivamente iba a ver mi corral y se iba a percatar si es que había o
no una parcela, es decir, yo no tenía otra opción que hacer mi parcela y
sembrarla de inmediato, y así fue.
Recuerdo que un día nos reunió y nos dijo:
“¡Muchachos, quiero que vayan a recoger algarrobas, necesitamos darle de
comer a los cuyes. Pero con una parte de
esas algarrobas vamos hacer una pócima ya no ya!”
Efectivamente, recogimos las algarrobas, y el
profesor Chelo ya tenía dos latas vacías de aceite (capri)
y que las había colocado en una pseudo cocina de leña, estaba haciendo
hervir agua, de repente me dijo:
“Usted,
señor, —el profesor no me llamaba por mi nombre ni apellido— de su saco de algarrobas saque la mitad y
lávelas bien.”
Yo seguí al pie de la letra lo
encomendado, y luego, el profesor tomó las algarrobas lavadas y las echó en las
latas que simulaban ser ollas. Después de diez (10) minutos echó el contenido
de dos latas de leche gloria, e hizo el siguiente comentario:
“Haber señores, escúcheme con mucha atención, ustedes van a probar el
más delicioso manjar y sobre todo el más nutritivo alimento. Esto tienen que
hacerlo en sus casas, para que crezcan sanos y vigorosos. Ustedes están en
pleno desarrollo y necesitan alimentos que les den fuerza y vigor. ¿Ven esos
cuyes?. Ellos comen algarrobas siempre, por eso estos animalitos nunca se
cansan, siempre tienen energía, casi todos los días tienen relaciones sexuales, siempre son fértiles, 5 o 6 crías, varias
veces al año. Ustedes van a tomar esta pócima y después de esto, saldrán
poderosos, para el trabajo que toca hoy en nuestra parcela. Lo único que les
pido es que saliendo del colegio, no busquen
a ninguna dama de vestido plomo y zapatos de charol. ”
Todos los muchachos soltamos la
carcajada, varios de los púberes presentes empezaron a señalarse, mientras pelaban las muelas, porque como es
sabido, la mayoría de adolescentes en ese tiempo, tenían su primera experiencia
sexual con aquella dama de vestido plomo y zapato de charol, es decir, con una
burra o pollina.
Una vez el Profesor Isaud nos
dejó un trabajo acerca de los tipos de suelos —suelo arenoso, arcilloso,
limoso, etc. —Teníamos que hacer una muestra de cada uno de ellos. Recuerdo que pase casi dos días recorriendo la quebrada y los cerros aledaños
a mi casa, e inclusive fui hasta el cementerio, para sacar las muestras de esos
suelos. Luego, conseguí un tripley viejo de 50 x 40 cm, lo lijé bien, y lo
barnicé. Coloqué las muestras de suelo —recuerdo que eran doce (12) tipos
diferentes— cada una en una bolsita de bolos, y las engrampe en el
tripley. Cuando presentamos el trabajo,
sólo dos alumnos pudimos hacerlo, y el profesor Chelo se quedó gratamente
sorprendido por mi trabajo, que en realidad fue respuesta a la exigencia que él
había estampado en mi accionar.
En ese tiempo, la mayoría de
compañeros de mi sección cuarto grado “C“ tenían entre quince (15) y dieciséis (16) años, sólo dos
alumnos teníamos trece (13) años—al menos hasta mitad del año— esos alumnos
éramos Francisco Benedicto Yacila Lomas y yo. Yo veía con cierta envidia como
crecían mis compañeros, nosotros nos quedamos pequeñuelos, y es que aun nuestro
proceso de desarrollo no había empezado. Las púberes de mi salón estaban radiantes,
estaban hermosísimas, tenía una gracia y un candor especial, irradiaban
feromonas a raudal. Mi pequeño corazón se inclinaba por una tierna muchacha,
que no describiré su nombre. Carita dulce y redondeada, contextura ligeramente
gruesa, tamaño medio para la edad, y una sonrisa que dibujaba la bondad y
ternura de su corazón. Hasta en ese año, nunca fui capaz de pronunciar ninguna
palabra que delatara este incipiente sentir por la muchacha. Empero, nuestras
miradas adolescentes se entrecruzaban, nuestras retinas compartían el mismo haz
de luz, y nuestros pensamientos por momentos fugaces y sublimes compartían un
mismo pensar.
Otro de los cursos nuevos, por
decirlo así, fue el curso de Psicología a cargo de un enjuto profesor: Domingo
Farías Estrada, este profesor tenía un estilo particular. Apenas empezaba su
sesión nos tomaba una prueba oral, eran cinco o seis alumnos los afortunados en
salir a responder las preguntas del profesor, preguntas de la clase anterior. También
en cada clase nos dejaba con las ansías o el interés de aprender la siguiente.
Por ejemplo, recuerdo que en el segundo
bimestre abarcó el tema del desarrollo psicológico del ser humano — descritas
en las etapas de la infancia,
niñez, adolescencia, juventud, adultez y
senectud— cuando ya había terminado la
etapa de la niñez, expresó:
“La próxima clase voy a describir como son ustedes, que les gusta, que
no les gusta, cuales son miedos y que es lo que quieren hacer, porque son así y
porque son rebeldes […]”
Con esta frase la gran mayoría de
nosotros pusimos mayor atención en las clases siguientes, debido a que nosotros
(o al menos la mayoría) estábamos
pasando por un etapa de cambios sustanciales.
Justamente en esta etapa de la
vida—la adolescencia— pueden ocurrir dos cosas, o te conviertes en un rebelde
del sistema — el sistema formado por tu familia, tus amigos, tus profesores,
tus autoridades— o te conviertes en la persona abanderada de la justicia
involucrándote en situaciones justas o injustas pero que en definitiva
necesitan de tu apoyo y sobre todo de la adrenalina y la testosterona que en
esta etapa tenemos en demasía. Recuerdo
que mi compañero Roberto Rugel Zevallos, más conocido como “Vayo”. No sé porque
le decimos así, quizá por el frejol o por una contracción de su segundo
apellido. Vayo en ese tiempo era un
zagal taciturno, tranquilo y callado. Vivía en el centro poblado de Buena Vista
Alta, formado en el calor de un hogar humilde, con padres que amaban a la
tierra tanto como a sus hijos. En
setiembre de ese año—1991— Vayo tuvo un percance académico. Las autoridades
académicas le notificaron que él no debió estar en cuarto año, sino en tercero.
Aparentemente había tenido un problema en la rendición del examen de quinta
nota—que se tomaba en marzo— en un curso
y que por esta razón debía perder el año. Vayo comentó su inconveniente al
profesor Clemente Chávez Mego, nuestro profesor de Lengua y Literatura. Chávez
Mego era un profesor con una gran elocuencia y capacidad de oratoria, tenía un
marcada tendencia socialista y estos temas relacionados con la injusticia le
animaban el espíritu y lo trocaban en el
mesías que cualquier maltratado por el sistema necesitaría ante un problema de
esta índole. Es así como promovió una
marcha hacia la Zona de Educación de Tumbes. La mayor parte de compañeros del
cuarto grado “C “ fuimos hacia Tumbes. Él corrió con los gastos de movilidad.
El líder de ese grupo de mancebos era yo. Fui seleccionado por todo el
populorum para hablar delante de la dirección a explicar la tropelía que le estaban haciendo a mi compañero Vayo.
Al regresar, fuimos al colegio, obviamente llegamos tarde. El Director Jaime
Espinoza Ulloa me llamó a la dirección y me dijo:
“Cómo es posible que tú, Zico, hayas tenido el atrevimiento de ir a la
Zona para dejar mal a tu colegio, a nuestro colegio, tú que eres el primer
alumno, cómo te puedes comportar así. Cómo te dejas manipular. El problema de
tu compañero ha sido un problema compartido, tanto de él como de la dirección
académica. Ya habíamos tomado la decisión de apoyarlo. Voy a llamar a tu madre
para que venga a conversar conmigo […]”
El único sustento que di es que
un yo siempre voy a defender la justicia, la verdad y a las personas que más lo
necesitan. Eso me enseño mi abuela Norberto Zárate Rugel, y eso, gracias a Dios
sigue orientando mi camino, ahora que ya acarició las cuatro décadas.
Marcos Antonio Dios Henkell fue
también uno de los grandes profesores que tuvimos. Él nos dictó el curso de Matemáticas. Cada vez que tengo la
oportunidad de comentar mi historia, de
cómo así tuve la oportunidad de ingresar
a la universidad, siempre me brota del corazón hablar del profesor Marcos
Antonio. El profesor Marcos es un hombre sencillo, amable y con un tono de voz
que calá en tu alma y te da tranquilidad, es de aquellos que han descubierto y
aman su verdadera vocación: el ser maestros de verdad. Así es, gracias a Dios tuve la oportunidad de ser
seleccionado para representar a mi salón en un concurso de matemáticas entre
todos los salones del cuarto grado. Afortunadamente quedé como uno de los
chicos que íbamos a representar al colegio en el concurso distrital, junto con
la extraordinaria alumna Elizabeth Asencio Yacila. Es allí donde empezamos a
tener una vinculación académica más intensa. Es como tener a un profesor de
matemáticas siempre a tu disposición y el profesor Marcos realmente me tenía demasiada
paciencia, porque yo siempre he sido una persona que no aprende muy rápido. A
veces teníamos que salir de otras clases para asistir a las clases superintensivas
de matemáticas y recuerdo a mi compañero Francisco Yacila Lomas decir:
“Oe paya, no estudies tanto on, te vas a volver loco…”
Yo le comenté algo que había
escuchado acerca del uso del cerebro, y le dije:
“Oe Jero, nosotros no usamos ni el 10% de capacidad del cerebro. Debemos
de explotarlo.”
Para la mayoría de compañeros, yo me iba a volver loquito con
tanto número, aunque hoy, para mi adorada esposa, mis pequeños hijos, mi madre querida y algunos amigos cercanos, sólo me separa una
línea delgadísima con ese estado de
creatividad e innovación aun no comprendido.
Recuerdo que en ese año singular
se produjo la mayor huelga magisterial, realmente nos produjo un atraso
significativo, pero creo que las demandas de los profesores eran justas, ellos
tenían una paupérrima remuneración. Una de las consecuencias de los aproximadamente
cuatro meses de huelga, fue que debíamos estudiar hasta febrero del año 1992.
Ese tiempo fue realmente un tiempo muy divertido, el advenimiento de los
carnavales eran aprovechados por los alumnos para mojar, empolvar y
embetunar a los compañeros. Recuerdo que una vez estábamos sentados en el
parque de Corrales, la lluvia intensa había formado un charco considerable al
frente de la iglesia; Patricia Saavedra Nathals, tuvo la mala idea —para ella— de mojarme.
Todos los amigos míos, se mofaban, se burlaban
de ese acto temerario. Bueno, tenía que salvar mi honor, y lo que hice fue
agarrar a mi amiga Paty—la cual estimo y aprecio — la alcé en peso y la metí en
el charco. Sí, la tumbé y empecé a echarle agua con mis pies, mis zapatos
estaban mojados con esa caliente y turbia agua. Paty sale aturdida ante el
escarnio y la mofa de los asistentes, y exclamó: “Zico con%&$adre…eres una ca#&ada” matándose también de la risa, mientras
trataba de expulsar de sus labios morenos, el agua que se le había metido en la
boca. En otra ocasión mi compañera Anita Rosillo Aguayo, se le ocurre echarme
talco en la cara, cuando estábamos en un receso del curso de religión. Lo que
hice fue agarrar una porción considerable de betún Nugget y le eché en su rostro, creo que exageré con
el betún, me llevaron a la dirección y lo único que dije fue que tenía que
defenderme. ¡Me defendí muy bien!. Al
final, nos reíamos a raudales.
Gracias a las clases del profesor Marcos,
Elizabeth Asencio Yacila y yo, fuimos seleccionados para representar a nuestro
colegio en el concurso distrital de matemáticas, auspiciado por la
Municipalidad Distrital de Corrales con motivo de su ciento veinte un (121) aniversario.
Recuerdo que rendimos el examen en la biblioteca municipal. El examen según recuerdo,
estaba sencillo; aquellas clases del profesor fueron vitales para alcanzar ese
nivel de matemáticas. Mi prima Deysi Olaya Espinoza, se acercó a la puerta y vio mi estado de concentración,
quizá por eso fue a comunicar a mi abuela y a mis familiares que a mí “me estaba saliendo humo por la cabeza”.
En realidad, Deysi tiene una cuota de imaginación y creatividad muy singular y
digna de admirar. Finalmente Eli y yo alcanzamos el primer puesto en ese
examen, ambos obtuvimos la máxima nota. Creo humildemente que nuestro gran
colegio y las autoridades del mismo se alegraron al saber esta noticia; estoy
seguro que Eli también compartía la inmensa alegría por representar tan bien a
nuestro querido Siete de Enero. Adicionalmente, es meritorio expresar que las clases del extraordinario profesor Marcos Dios
fueron cruciales para mi posterior ingreso a la universidad. No fui a ninguna
academia pre-universitaria acá en Lima, no expreso esto por soberbia—a la cual desprecio con todo mi
ser— sino por la precariedad económica
familiar. El camino mío no ha sido fácil de transitar, pero Dios dispuso lo
justo y necesario para avanzar. Así es, académicamente sólo tenía, lisonjeando a mis endebles y frágiles neuronas,
las magníficas y prístinas clases de matemáticas del Profesor Marcos Dios
Henckel.
También recuerdo a otros profesores en ese cuarto grado: Walter
Uculmana Siguas, profesor de Arte y Música. La
exigente profesora Martha Tomasto Miranda, recuerdo que nos exigía a
dibujar el mapa del Perú casi a la perfección, y amar a nuestra patria como a
nosotros mismos. Sigifredo Cedillo Álvarez entre otros.
La clausura de ese año escolar
correspondiente al cuarto grado fue en febrero del año 1992, con la presencia
de un calor sofocante. Recuerdo que
antes de ir al colegio, me fui a bañar al canal de irrigación, el agua estaba
turbia, debido a que había llovido intensamente dos días antes. Me metí al
canal, empecé a nadar como de costumbre, pisé el fondo del canal y en ese
andar, tranquilo y sosegado, me corté la planta de pie con una lata oxidada que
estaba en el fondo del canal atrapada por el barro. Salí nadando, mi pie
sangraba, tenía un dolor fortísimo, me fui saltando en un pie al arenal cercano, tomé un puñado de arena blanca y caliente y
me eché en la planta de pie para evitar que saliera más sangre. A mi madre no
le dije nada porque si no venían las reprimendas por andar descalzo y por sobre
todo bañarme en el canal. Así, en ese estado, cojeando me fui al colegio, a la ceremonia
de clausura. Nuevamente, ese pequeño algo rebelde, que disfrutaba del canal y
de sus aguas limpias o turbias, con el pie cortado y que utilizaba la arena
como ungüento para curar sus heridas, recibió sin merecerlo, el honorable
primer puesto en aprovechamiento.
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