domingo, 5 de abril de 2015

GLORIOSO C.N 7 DE ENERO: CUARTO AÑO

En el año mil novecientos noventa y uno (1991), cursaba  el cuarto año de educación secundaria. Se podría decir que estábamos en el prólogo del epílogo de esta extraordinaria relación con mi gran Colegio Nacional 7 de Enero. Si, este feto cognitivo ya bordeaba, estimo yo, —haciendo una metáfora con el desarrollo pre-natal— los  siete (07) meses de gestación. El cuarto grado de educación secundaria impregnó en mi endeble memoria y en mi taciturno corazón, varias emociones juntas. En ese año también ocurrió la huelga del magisterio más larga que se ha producido hasta donde tengo conocimiento.

En aquel año la primera vez que asistí al centro base C.N 7 de Enero fue  después de dos semanas de retraso. Un lunes, si, fue un lunes, un lunes de otoño, aunque en mi querida tierra, siempre es verano, siempre la majestuosidad del astro rey se deja sentir,  siempre es alegría. Ese lunes, como todos los lunes, iniciábamos con el izamiento del  sagrado pabellón nacional. La auxiliar encargada de la ceremonia se percata de mi presencia—no sé cómo, porque yo siempre pasaba desapercibido—  y me invita a izar el pabellón nacional. Con la sinceridad de siempre, debo decir que me llené de ínfulas. Si, de esas que te hacen inflar el pecho—aunque yo era tan flaco que no se inflaba nada— pero me alegré gratamente por tener ese privilegio de izar por vez primera el pabellón nacional en mi gran colegio. Todos los compañeros guardaban el respeto propio de la ocasión, aunque siempre estaban los compañeros que hacían bromas para deleite de todos.  Mientras mis manos cadenciosamente se desplazaban de arriba hacia abajo con el objetivo de elevar nuestra bandera hasta lo más alto, mi mente soñaba e imaginaba que yo era alguien importante. Si, alguien de quien mis amigos y compañeros se sientan orgullosos, sobre todo, por el esfuerzo, la humildad, la honradez y la capacidad de hacer el bien a los demás. Esta misma sensación la tuve hace poco, cuando en mi anterior trabajo, en un importante ministerio, se me invitó a izar el pabellón nacional. La única diferencia es  que ya no soy el adolescente enjuto y de rostro fino, ahora  estoy gordo, canoso y con las marcas del tiempo en mí no agraciada faz.

Ese año,  la dirección del colegio decidió que todas las secciones del cuarto grado de educación secundaria pasen al turno de la tarde. Aunque parece baladí este accionar, al menos a mí, y sé que a varios compañeros les cambio toda la rutina y fue muy difícil adaptarse. Esto debido a que los tres primeros años, nuestras clases habían sido en la mañana. Adicionalmente a este cambio abrupto, hubo otro muy significativo: el nuevo profesor del curso de Agricultura.

Algunos púberes habíamos seleccionado como curso técnico, el curso de Agricultura, sobre todo porque era un curso donde no pedían materiales, ni cosas cuyo valor no estaban contemplado en el precario presupuesto familiar, sólo nos pedían nuestra fuerza motriz para preparar la tierra y sembrarla. También, el profesor del curso —en tercer año—,  Ricardo César Espinoza Yacila —q.p.d.g— era un docente que daba un trato muy especial al alumno, te hacía sentir como en casa, y la relación con él se aproximaba al lindero de la amistad. Pero en cuarto año eso cambio por completo. El profesor del curso de Agricultura fue Isaud Dios Barrientos, pero nosotros lo conocíamos como “Chelo”. La primera sesión que tuvimos con el profesor Chelo, que fue un jueves nos dijo lo siguiente:

Señores, yo soy su nuevo profesor de agricultura, y conmigo aprenderán a sembrar la tierra de verdad. Aprenderán a sacarse la mugre, tal como trabajan nuestros hermanos campesinos. Yo no soy su padre, ni su amigo, soy su profesor, así que conmigo labrarán la tierra con esfuerzo y dedicación […]” (sic).

 Esas frases fueron suficientes para darnos una idea de cómo se iban a desarrollar todos los jueves, porque el curso había sido programado los días  jueves, todo el día, de 1:00 pm a  6:00 pm.
Luego de una pequeña charla introductoria acerca del origen de la Agricultura, y la forma como ésta había ayudado a la humanidad, empezó la acción. Éramos como cuarenta (40) alumnos, el profesor nos dividió en   cuatro (04) grupos  de diez (10) personas, y nos asignó nuestro primer trabajo: limpiar la maleza de una parcela. Agarramos lampas, trinches y rastrillos, y sinceramente fue un día traumante, porque el profesor Isaud, se comportaba como un latifundista que exigía a sus siervos campesinos a trabajar sin detenerse. Varios terminamos con ampollas en las manos y con nuestros uniformes sucios. Después de ese día lamenté haberme metido al curso de Agricultura. Sinceramente, cuando la luz del día miércoles se trocaba en penumbra, mis ánimos decaían, porque se venía el inevitable día jueves. Los días jueves fueron tan estigmatizantes en los dos primeros meses, que podríamos decir que en “esos jueves, los húmeros me ponía a la mala, y jamás, como esos días, me volvía a verme sólo...”. Con el transcurrir del tiempo, nuestros cuerpos adolescentes se acostumbraron al trabajo draconiano. La imagen de sátrapa que había formado el profesor Isaud en nosotros, se fue desvaneciendo poco a poco, con las interacciones semanales. El ojiverde profesor Chelo, es un profesor completo. Domina su curso, exigente cien por ciento, además es artista, toca guitarra, canta, compone muy bien y sobre todo nos brindaba consejos que al menos para mí me han ayudado y me siguen ayudando hasta ahora:

 “El esfuerzo siempre te lleva al éxito”, decía.

El profesor Chelo nos hizo crear parcelas en nuestros corrales o en algún lugar de nuestras casas donde se pueda sembrar, y decía:

Voy a pasar por sus casas para ver si están sembrando sus parcelas”.

Yo hice mi parcelita, donde sembré culantro, lechuga y rabanito. También  sembré una planta de plátano de manzano, que me dio mi tío Pepe ( q.p.d.g) de su chacrita.  El profesor Chelo en ese tiempo vivía  en el centro poblado de Buena Vista Baja; para ir al Siete de Enero tenía que pasar por mi casa, definitivamente iba a ver mi corral y se iba a percatar si es que había o no una parcela, es decir, yo no tenía otra opción que hacer mi parcela y sembrarla de inmediato, y así fue.
Recuerdo que  un día nos reunió y nos dijo:

“¡Muchachos, quiero que vayan a recoger algarrobas, necesitamos darle de comer a los cuyes.  Pero con una parte de esas algarrobas vamos hacer una pócima ya no ya!

 Efectivamente, recogimos las algarrobas, y el profesor Chelo ya tenía dos latas vacías de aceite  (capri)  y que las había colocado en una pseudo cocina de leña, estaba haciendo hervir agua, de repente me dijo:

 “Usted, señor, —el profesor no me llamaba por mi nombre ni apellido—  de su saco de algarrobas saque la mitad y lávelas bien.”

Yo seguí al pie de la letra lo encomendado, y luego, el profesor tomó las algarrobas lavadas y las echó en las latas que simulaban ser ollas. Después de diez (10) minutos echó el contenido de dos latas de leche gloria, e hizo el siguiente comentario:

Haber señores, escúcheme con mucha atención, ustedes van a probar el más delicioso manjar y sobre todo el más nutritivo alimento. Esto tienen que hacerlo en sus casas, para que crezcan sanos y vigorosos. Ustedes están en pleno desarrollo y necesitan alimentos que les den fuerza y vigor. ¿Ven esos cuyes?. Ellos comen algarrobas siempre, por eso estos animalitos nunca se cansan, siempre tienen energía, casi todos los días tienen relaciones sexuales,  siempre son fértiles, 5 o 6 crías, varias veces al año. Ustedes van a tomar esta pócima y después de esto, saldrán poderosos, para el trabajo que toca hoy en nuestra parcela. Lo único que les pido  es que saliendo del colegio, no busquen a ninguna dama de vestido plomo y zapatos de charol. ”  

Todos los muchachos soltamos la carcajada, varios de los púberes presentes empezaron a señalarse, mientras pelaban las muelas, porque como es sabido, la mayoría de adolescentes en ese tiempo, tenían su primera experiencia sexual con aquella dama de vestido plomo y zapato de charol, es decir, con una burra o pollina.

Una vez el Profesor Isaud nos dejó un trabajo acerca de los tipos de suelos —suelo arenoso, arcilloso, limoso, etc. —Teníamos que hacer una muestra de cada uno  de ellos.  Recuerdo que pase casi dos días  recorriendo la quebrada y los cerros aledaños a mi casa, e inclusive fui hasta el cementerio, para sacar las muestras de esos suelos. Luego, conseguí un tripley viejo de 50 x 40 cm, lo lijé bien,   y lo barnicé. Coloqué las muestras de suelo —recuerdo que eran doce (12) tipos diferentes— cada una en una bolsita de bolos, y las engrampe en el tripley.  Cuando presentamos el trabajo, sólo dos alumnos pudimos hacerlo, y el profesor Chelo se quedó gratamente sorprendido por mi trabajo, que en realidad fue respuesta a la exigencia que él había estampado en mi accionar.

En ese tiempo, la mayoría de compañeros  de mi sección  cuarto grado “C“ tenían entre   quince (15) y dieciséis (16) años, sólo dos alumnos teníamos trece (13) años—al menos hasta mitad del año— esos alumnos éramos Francisco Benedicto Yacila Lomas y yo. Yo veía con cierta envidia como crecían mis compañeros, nosotros nos quedamos pequeñuelos, y es que aun nuestro proceso de desarrollo no había empezado. Las púberes de mi salón estaban radiantes, estaban hermosísimas, tenía una gracia y un candor especial, irradiaban feromonas a raudal. Mi pequeño corazón se inclinaba por una tierna muchacha, que no describiré su nombre. Carita dulce y redondeada, contextura ligeramente gruesa, tamaño medio para la edad, y una sonrisa que dibujaba la bondad y ternura de su corazón. Hasta en ese año, nunca fui capaz de pronunciar ninguna palabra que delatara este incipiente sentir por la muchacha. Empero, nuestras miradas adolescentes se entrecruzaban, nuestras retinas compartían el mismo haz de luz, y nuestros pensamientos por momentos fugaces y sublimes compartían un mismo pensar. 

Otro de los cursos nuevos, por decirlo así, fue el curso de Psicología a cargo de un enjuto profesor: Domingo Farías Estrada, este profesor tenía un estilo particular. Apenas empezaba su sesión nos tomaba una prueba oral, eran cinco o seis alumnos los afortunados en salir a responder las preguntas del profesor, preguntas de la clase anterior. También en cada clase nos dejaba con las ansías o el interés de aprender la siguiente. Por ejemplo,  recuerdo que en el segundo bimestre abarcó el tema del desarrollo psicológico del ser humano — descritas en las etapas de la  infancia, niñez,  adolescencia, juventud, adultez y senectud—  cuando ya había terminado la etapa de la niñez,  expresó:

La próxima clase voy a describir como son ustedes, que les gusta, que no les gusta, cuales son miedos y que es lo que quieren hacer, porque son así y porque son rebeldes […]”

Con esta frase la gran mayoría de nosotros pusimos mayor atención en las clases siguientes, debido a que nosotros (o al menos la mayoría)  estábamos pasando por un etapa de cambios sustanciales.
Justamente en esta etapa de la vida—la adolescencia— pueden ocurrir dos cosas, o te conviertes en un rebelde del sistema — el sistema formado por tu familia, tus amigos, tus profesores, tus autoridades— o te conviertes en la persona abanderada de la justicia involucrándote en situaciones justas o injustas pero que en definitiva necesitan de tu apoyo y sobre todo de la adrenalina y la testosterona que en esta etapa tenemos en demasía.  Recuerdo que mi compañero Roberto Rugel Zevallos, más conocido como “Vayo”. No sé porque le decimos así, quizá por el frejol o por una contracción de su segundo apellido.  Vayo en ese tiempo era un zagal taciturno, tranquilo y callado. Vivía en el centro poblado de Buena Vista Alta, formado en el calor de un hogar humilde, con padres que amaban a la tierra tanto como a sus hijos.  En setiembre de ese año—1991— Vayo tuvo un percance académico. Las autoridades académicas le notificaron que él no debió estar en cuarto año, sino en tercero. Aparentemente había tenido un problema en la rendición del examen de quinta nota—que se tomaba en marzo—  en un curso y que por esta razón debía perder el año. Vayo comentó su inconveniente al profesor Clemente Chávez Mego, nuestro profesor de Lengua y Literatura. Chávez Mego era un profesor con una gran elocuencia y capacidad de oratoria, tenía un marcada tendencia socialista y estos temas relacionados con la injusticia le animaban el espíritu  y lo trocaban en el mesías que cualquier maltratado por el sistema necesitaría ante un problema de esta índole.  Es así como promovió una marcha hacia la Zona de Educación de Tumbes. La mayor parte de compañeros del cuarto grado “C  “ fuimos hacia Tumbes. Él corrió con los gastos de movilidad.  El líder de ese grupo de mancebos era yo. Fui seleccionado por todo el populorum para hablar delante de la dirección a explicar la tropelía  que le estaban haciendo a mi compañero Vayo. Al regresar, fuimos al colegio, obviamente llegamos tarde. El Director Jaime Espinoza Ulloa me llamó a la dirección y me dijo:

Cómo es posible que tú, Zico, hayas tenido el atrevimiento de ir a la Zona para dejar mal a tu colegio, a nuestro colegio, tú que eres el primer alumno, cómo te puedes comportar así. Cómo te dejas manipular. El problema de tu compañero ha sido un problema compartido, tanto de él como de la dirección académica. Ya habíamos tomado la decisión de apoyarlo. Voy a llamar a tu madre para que venga a conversar conmigo […]”

El único sustento que di es que un yo siempre voy a defender la justicia, la verdad y a las personas que más lo necesitan. Eso me enseño mi abuela Norberto Zárate Rugel, y eso, gracias a Dios sigue orientando mi camino, ahora que ya acarició las cuatro décadas.

Marcos Antonio Dios Henkell fue también uno de los grandes profesores que tuvimos. Él nos dictó el  curso de Matemáticas. Cada vez que tengo la oportunidad  de comentar mi historia, de cómo así  tuve la oportunidad de ingresar a la universidad, siempre me brota del corazón hablar del profesor Marcos Antonio. El profesor Marcos es un hombre sencillo, amable y con un tono de voz que calá en tu alma y te da tranquilidad, es de aquellos que han descubierto y aman su verdadera vocación: el ser maestros de verdad. Así es,  gracias a Dios tuve la oportunidad de ser seleccionado para representar a mi salón en un concurso de matemáticas entre todos los salones del cuarto grado. Afortunadamente quedé como uno de los chicos que íbamos a representar al colegio en el concurso distrital, junto con la extraordinaria alumna Elizabeth Asencio Yacila. Es allí donde empezamos a tener una vinculación académica más intensa. Es como tener a un profesor de matemáticas siempre a tu disposición y el profesor Marcos realmente me tenía demasiada paciencia, porque yo siempre he sido una persona que no aprende muy rápido. A veces teníamos que salir de otras clases para asistir a las clases superintensivas de matemáticas y recuerdo a mi compañero Francisco Yacila Lomas decir:

Oe paya, no estudies tanto on, te vas a volver loco…” 

Yo le comenté algo que había escuchado acerca del uso del cerebro, y le dije:

Oe Jero, nosotros no usamos ni el 10% de capacidad del cerebro. Debemos de explotarlo.”

Para la mayoría de  compañeros, yo me iba a volver loquito con tanto número, aunque hoy, para mi adorada  esposa, mis pequeños hijos, mi madre querida  y algunos amigos cercanos, sólo me separa una línea delgadísima con ese estado de  creatividad e innovación aun no comprendido.  
Recuerdo que en ese año singular se produjo la mayor huelga magisterial, realmente nos produjo un atraso significativo, pero creo que las demandas de los profesores eran justas, ellos tenían una paupérrima remuneración. Una de las consecuencias de los aproximadamente cuatro meses de huelga, fue que debíamos estudiar hasta febrero del año 1992. Ese tiempo fue realmente un tiempo muy divertido, el advenimiento de los carnavales eran aprovechados por los alumnos para mojar, empolvar y embetunar   a los compañeros.  Recuerdo que una vez estábamos sentados en el parque de Corrales, la lluvia intensa había formado un charco considerable al frente de la iglesia; Patricia Saavedra Nathals,  tuvo la mala idea —para ella— de mojarme. Todos los amigos míos,  se mofaban, se burlaban de ese acto temerario. Bueno, tenía que salvar mi honor, y lo que hice fue agarrar a mi amiga Paty—la cual estimo y aprecio — la alcé en peso y la metí en el charco. Sí, la tumbé y empecé a echarle agua con mis pies, mis zapatos estaban mojados con esa caliente y turbia agua. Paty sale aturdida ante el escarnio y la mofa de los asistentes, y exclamó: “Zico con%&$adre…eres una ca#&ada”  matándose también de la risa, mientras trataba de expulsar de sus labios morenos, el agua que se le había metido en la boca. En otra ocasión mi compañera Anita Rosillo Aguayo, se le ocurre echarme talco en la cara, cuando estábamos en un receso del curso de religión. Lo que hice fue agarrar una porción considerable de betún Nugget  y le eché en su rostro, creo que exageré con el betún, me llevaron a la dirección y lo único que dije fue que tenía que defenderme.  ¡Me defendí muy bien!. Al final, nos reíamos a raudales.

 Gracias a las clases del profesor Marcos, Elizabeth Asencio Yacila y yo, fuimos seleccionados para representar a nuestro colegio en el concurso distrital de matemáticas, auspiciado por la Municipalidad Distrital de Corrales con motivo de su ciento veinte un (121) aniversario. Recuerdo que rendimos el examen en la biblioteca municipal. El examen según recuerdo, estaba sencillo; aquellas clases del profesor fueron vitales para alcanzar ese nivel de matemáticas. Mi prima Deysi Olaya Espinoza, se acercó  a la puerta y vio mi estado de concentración, quizá por eso fue a comunicar a mi abuela y a mis familiares que a mí “me estaba saliendo humo por la cabeza”. En realidad, Deysi tiene una cuota de imaginación y creatividad muy singular y digna de admirar. Finalmente Eli y yo alcanzamos el primer puesto en ese examen, ambos obtuvimos la máxima nota. Creo humildemente que nuestro gran colegio y las autoridades del mismo se alegraron al saber esta noticia; estoy seguro que Eli también compartía la inmensa alegría por representar tan bien a nuestro querido Siete de Enero. Adicionalmente, es meritorio expresar que las  clases del extraordinario profesor Marcos Dios fueron cruciales para mi posterior ingreso a la universidad. No fui a ninguna academia pre-universitaria acá en Lima, no expreso esto  por soberbia—a la cual desprecio con todo mi ser— sino por la  precariedad económica familiar. El camino mío no ha sido fácil de transitar, pero Dios dispuso lo justo y necesario para avanzar. Así es, académicamente sólo  tenía, lisonjeando a mis endebles y frágiles neuronas,  las magníficas y  prístinas  clases de matemáticas del Profesor Marcos Dios Henckel.
También recuerdo a  otros profesores en ese cuarto grado: Walter Uculmana Siguas, profesor de Arte y Música. La  exigente profesora Martha Tomasto Miranda, recuerdo que nos exigía a dibujar el mapa del Perú casi a la perfección, y amar a nuestra patria como a nosotros mismos. Sigifredo Cedillo Álvarez entre otros.


La clausura de ese año escolar correspondiente al cuarto grado fue en febrero del año 1992, con la presencia de un calor sofocante.  Recuerdo que antes de ir al colegio, me fui a bañar al canal de irrigación, el agua estaba turbia, debido a que había llovido intensamente dos días antes. Me metí al canal, empecé a nadar como de costumbre, pisé el fondo del canal y en ese andar, tranquilo y sosegado, me corté la planta de pie con una lata oxidada que estaba en el fondo del canal atrapada por el barro. Salí nadando, mi pie sangraba, tenía un dolor fortísimo, me fui saltando en un pie al arenal cercano,  tomé un puñado de arena blanca y caliente y me eché en la planta de pie para evitar que saliera más sangre. A mi madre no le dije nada porque si no venían las reprimendas por andar descalzo y por sobre todo bañarme en el canal. Así, en ese estado, cojeando me fui al colegio, a la ceremonia de clausura. Nuevamente, ese pequeño algo rebelde, que disfrutaba del canal y de sus aguas limpias o turbias, con el pie cortado y que utilizaba la arena como ungüento para curar sus heridas, recibió sin merecerlo, el honorable primer puesto en aprovechamiento.

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