En
el prólogo del otoño del año mil novecientos ochenta y nueve (1989),
iniciaba el año académico correspondiente al segundo grado de educación
secundaria. Tenía once (11) años y, como de costumbre, me reincorporaba a
las clases con dos semanas de retraso. Estaba realmente emocionado por
iniciar este nuevo año escolar y, sobre todo, porque regresaba con mis
compañeros de la sección “C”. El experimento de crear una sección mutante
—“Primero H”— donde extirpaban a un grupo de zagales de sus secciones de origen
y los congregaban en una sección: la “H”, al parecer no había dado resultado.
En fin, estaba muy contento; la enjundia se adueñaba de mi corazón y,
prácticamente se puede decir que me sentía muy feliz. La sección estaba ubicada
al frente del patio central; ahora sí, a diferencia de la sección de “Primero
C”, esta sección —la de “Segundo C” — era de material noble, con una
infraestructura que no tenía nada que envidiar a los mejores colegios
particulares de mi añorado Tumbes.
Una
de las primeras clases que tuve fue con un extraordinario docente: Manuel
Olaya. Un profesor que vivía al costado del colegio y que además era un
pelotero innato, realmente jugaba muy bien el fútbol o fulbito. “Muelitas” le
decían —y aun no sé el porqué —. Era característico su andar; rápido, con pasos
más o menos largos y, que al verlo, generaba una sensación de
que siempre tenía algo que hacer y que lo debía de cumplir a tiempo.
Recuerdo
que en su primera clase hizo un exégesis que inicialmente me dio cierto temor.
Mi mente alberga con fina claridad este pasaje y que felizmente la espesa
oscuridad de los años no ha podido ocultarlo de mi frágil memoria:
"He
querido enseñar en esta sección, porque me han comentado que acá están
los alumnos que han ocupado el primer y segundo puesto. Vamos a
ver, si es que conmigo tienen altas calificaciones, ya que conozco
dos alumnas de la sección A que merecen a leguas ocupar estos puestos
(sic)".
El profesor Manuel se refería a dos
extraordinarias alumnas: Azañero Rodríguez Maribel y Barrientos Pacherres Karin; él,
efectivamente les había enseñado el curso de Historia del Perú en el primer
año. Cristina Sánchez Moreno —una espigada y hermosa adolescente, hija de un
militar— que había ocupado el primer puesto, volteaba insistentemente en busca
del brillo pálido de mis ojitos marrones oscuros— ella siempre se sentaba en la
primera fila y yo en la tercera—; al mirarme, su rostro diáfano y sonriente,
tornasolaba con aquella faz que describe cierta angustia y preocupación. Ella
me miraba y me alzaba las cejas, alzaba las cejas y me miraba, como diciendo: ¡Ahora
pues!
Las
clases del profesor Olaya eran extraordinarias, cuando quería precisar
algo, de vez en cuando decía su frase característica:
"Queridos
alumnos, les voy a explicar algo que se les va quedar impregnado en las placas
de su cerebro…".
Parece
mentira, pero esa frase generaba al menos en mí, una actitud proactiva y
condicionada para captar la información que salía de su hablar. Las clases de
los pisos altitudinales, las cuencas hidrográficas, los climas, el anticiclón, la
corriente peruana de Humboldt, las nubes, etc., eran tan estupendas
que a pesar del tiempo transcurrido aún recuerdo casi todo lo que me
enseñó. Tanto es así, que ahora que tengo la gratificante
oportunidad de ser docente en una universidad privada —gracias a mi buen
amigo: Rolyn Flores—, a mis alumnos, les expreso la misma frase:
"Les voy a comentar algo que les quedará impregnadas en las placas de su cerebro".
Espero sinceramente que la evocación de esa expresión genere en ellos la actitud para aprender; aunque no creo ser tan buen docente como el profesor Olaya.
"Les voy a comentar algo que les quedará impregnadas en las placas de su cerebro".
Espero sinceramente que la evocación de esa expresión genere en ellos la actitud para aprender; aunque no creo ser tan buen docente como el profesor Olaya.
Hace
poco tuve la grata ocasión de verlo nuevamente. Sinceramente, físicamente
no había cambiado mucho. Sigue con su abundante cabellera rizada, su
sonrisa con arrugas disimuladas y su fina línea de oro entre dos de sus
dientes. Me hizo pasar amablemente a su casa. De su rostro se desprendía una
alegría sincera, me comentó de su pasión: La Pintura. Le comenté sobre lo
extraordinario que habían sido sus clases y todo lo que al menos había generado
en mí, y creo que dentro de su interior había una satisfacción por el trabajo
realizado como docente. Tengo en mi humilde hogar dos cuadros con sus
pinturas.
En
este año —1989—, la mayoría de mis compañeras de estudio iniciaban el
inevitable y fundamental tránsito en la vida, que es ese fascinante lapso de
tiempo en el que las niñas se convierten en mujeres. Efectivamente, la
adolescencia impregnaba su sello vital en sus cuerpos. Era realmente
sorprendente contemplarlas. Sus cuerpecillos empezaban a transformarse poco a
poco. Sus caderas y espaldas se ensanchaban, ellas crecían rápidamente,
ciertos días se tornaban más bonitas y sonrientes. Por cierto, en mi
salón, según mi trivial entender y mirar, estaban las adolescentes más
hermosas de todo el colegio. Era un ramillete de gracia y candor, de dulzura y
primor, de belleza e inocencia; y claro está, a pesar de toda esta
atracción que mi insignificante corazón sentía por algunas de
ellas, nunca jamás tuve el redaño de expresar mi sentir. Además, yo era un niño
enjuto, orejón, dientón, narizón y varios “ons” más, que se transformaban
en un óbice para poder manifestar libremente mis sentimientos.
Algunas
de ellas, la más “avispadas”, iniciaban alguna relación de enamorados
con alumnos de años superiores, generalmente alumnos de cuarto o quinto año. En
el recreo, era increíble ver la cantidad de estos mancebos instigando a mis
compañeras de clase; silbidos, besos volados, piropos prosaicos, y hasta
algunas sandeces forman parte ahora de esta nueva etapa de sus vidas.
Algunos de estos, al ver la cercanía que todas ellas tenían conmigo —para ser
sincero, teníamos una relación amical muy grande— se me acercaban, me
entregaban sendos papelitos que alegorizaban cartas de amor y, a cambio
de ese apoyo estratégico para su lujurioso objetivo, me invitaban unas ricas
humitas —tamalitos verdes— que compraban en el vetusto quiosco de color
verde que colindaba con mi salón.
Mi
trabajito era dejar el papelito en una mochila o un cuaderno, sin que la amiga
mía se entere. En realidad, no era mucho esfuerzo y casi siempre tenía mi
humita asegurada. Esto fue hasta que una compañera mía recibió una tanda de
"padre y señor mío" por parte de su madre, ya que ésta
descubrió uno de los papelitos en su mochila. Nunca leí el contenido de esas
pseudocartas, pero me imagino que el contenido debió ser
superlativo para la edad, por el grado de golpiza propinada a mi amiga. Al
enterarme de este hecho, me sentí un ser ominoso porque
yo contribuí de alguna manera, en este perverso acto
de maltrato.
En
el camino al colegio era costumbre encontrarme con Mirtha Gómez Rosillo , Juan
Carlos Carreño Gómez y su hermano mellizo; también con Cristina Mena Preciado
una alumna un año superior al mío. Teníamos que transitar por un camino
estrecho donde solo podía pasar una persona. A los alrededores habían plantas
de bejuco y a veces nos sorprendían las lagartijas, capones, sapos e inclusive
los colambos.
Una
lección aprendí de Cristina Sánchez Moreno. Mi profesora de Lengua y
Literatura Teolinda Timaná, nos había entregado las notas del examen bimestral.
Ella( Cristina) revisa meticulosamente su examen, un examen con nota diecinueve (19);
comienza a sacar cálculos en cada puntaje de las preguntas, y resulta
que tenía en realidad quince (15). Siempre, siempre, la nota mínima
de Cristina era dieciocho (18); salvo el curso de educación física, que era
menor. Pero en los demás cursos, todas las notas eran diecinueves, veintes;
veintes, diecinueves. Cristina alza la mano y expresa:
—¡Profesora
Timaná usted se ha equivocado en mi calificación!
La
profesora avergonzada, le dice:
—¡Hija,
pero si tú tienes diecinueve (19)!
Cristina
replica riendo:
—Profesora
en realidad yo tengo quince (15). ¡Usted se ha equivocado!
Este
acto insignificante para algunos, reafirmó lo que la abuela siempre me decía: “Busca
siempre la justicia y la verdad, aunque aparentemente no te convenga.”
Este
segundo año, elegí como curso de formación técnica, el curso de Dibujo Técnico,
a cargo de un Profesor que no recuerdo su nombre, pero era un Técnico
Electrónico. Justo en una clase de este curso, me vi involucrado en mi primera
y única pelea en el colegio. Cuando el Profesor estaba llamando para entregar
los exámenes, en el camino de regreso a mi asiento, revisando el examen, un
compañero de la sección de “Segundo B”, que le apodaban “la Fidela”, me tocó el
trasero, como muestra de la palomillada predominante en la mayoría de
púberes de aquel salón. Yo, con toda la ira del mundo, a pesar que era
menor, en tamaño y edad, expresé:
—
¡Que tienes oe reconch$%#$$#$!
Lo
dije con voz firme, pero tan bajo para que no escuche el profesor.
Inmediatamente los amigos de la sección “B”, empezaron a azuzarlo y a
conminarlo a pelear conmigo, por tal agravio y tal repulsiva ofensa. Al ver
esto, me llené de un pavor desmedido.
—
¡Chócala para la salida, mier%$#! Me dijo sin titubear.
Yo,
para mostrar una valentía —que no había por cierto—, la choqué. Al terminar
el curso, y en la hora del recreo ya se había armado varias
pseudocomisiones, para ver la bronca. “Pipo” y el “Huevo” eran los más avezados
y candeleros.
—¡Vas
a llorar! ¡ Te van hacer tragar tierra! ¡La Fidela come ají y toma sangre
de toro! Me decían.
Ese
grupo de la sección B era muy unido y realmente a veces sentía cierta envidia
por la forma como se organizaban y se protegían. Mis compañeros de la sección
“C” al enterarse del pacto pugilístico, me decían:
—¡Sobrao
lo ñoqueas, promo! ¡Tú eres más flaco!. Creo que se estaban burlando de mi
situación.
Mientras
se acercaba la hora de la salida yo iba sudando frio. Hasta que llegó la una de
la tarde. No quería que suene la campana. Pero sonó.
Gonzalo
Valladares Morán —uno de los hermanos PanceLeche— así como Rogger Rosillo
Pedrera —uno de los hermanos Zorros—, me acompañaron hasta las afueras del
colegio.
—¡Promo
defrente a los ojos! ¡No dejes que te abrace! ¡La Fidela no sabe pelear! ¡No
tengas miedo! ¡Métele cave! Exclamaban con ahínco y devoción.
No
sabían que por dentro me estaba consumiendo un miedo sepulcral. Varias veces
pensé en dejarlo allí no más. Pero, como ocurre hasta ahora, mi palabra había
quedado empeñada, y debía cumplir lo dicho y lo pactado.
Nunca
olvidaré la algarabía de los compañeros de la sección “B”, en las afueras
del colegio, previos a la pelea. Penango, Pipo, El Huevo, El Were, Martin Mao
entre otros, estaban increíblemente emocionados. Era como la alegría de
una tribu en la que uno de sus miembros empieza a ser hombre; era la
bronca de un compañero y ellos querían ver como uno de ellos atiza sin piedad a
alguien que ha osado ofender a un integrante de esta novel cofradía.
El
lugar elegido para la bronca fue muy cerca al cementerio de Corrales, cruzando
la quebrada. Para esto, ya el tumulto era increíble, muchos escolares del
segundo año había alrededor y caminaban como procesión sin santo, al lugar
elegido para la crucifixión, la mía por supuesto.
Se
armó el característico círculo. Era costumbre en mi tierra que las peleas se
sean de dos, nadie se metía. Todos debían estar alrededor formando un círculo.
Cada persona podía arengar y gritar al púgil.
Estando
en medio del círculo, sentí que ambos pequeños éramos como unos gallos de
pelea dispuestos a dar el mejor espectáculo a unos hambrientos y ansiosos
espectadores. Ansiosos de ver golpes, lágrimas, sangre.
¡Vamos
Fidela! ¡Vamos Zico! Se escuchaba frenéticamente.
El
lugar no era terreno plano, había zonas abruptas, abrojos, terrones, algunos
huecos.
Estando
frente a frente a dos metros de distancia, empezó la bronca. Nos mirábamos con
ira —en realidad yo tenía miedo— empezábamos a movernos a ponernos en
posición. Por mi frágil mente pasaban las imágenes de peleas como las de
Chuck Norris, la de Los Thundercats, y la de los Magníficos, con el
objetivo quizá, de aplicar alguna técnica de ellos. De repente un golpe certero
en mi frente.
¡Bien
Fidela! ¡Sigue, dale más fuerte!, ¡Destrózalo! ¡Rompelé el hocico por empalao!
Y
el adolescente apodado Fidela se vino como un vendaval hacia mi fútil presencia.
No
sé cuántos golpes certeros me dio. Lo que hice fue imitar al Increíble Hulk, obviamente no en el cuerpo, ni en color, pero su en su forma de actuar. Empecé a caminar hacia él, mientras seguía recibiendo golpe, no sentía nada. ¡De
verdad! Empecé a respirar como toro cansado—con un sonido fuerte y rápido— y seguía caminado, con una mirada iracunda y con los brazos hacia abajo haciendo un ángulo de 30 grados con mi cuerpo flaco; los golpes no me hacían daño. No
dolían. Parecía Terminator, cuando avanza sin que los golpes o las balas le
hagan daño. Me percaté de su asombro al ver que sus golpes no originaban el más mínimo
impacto en mí. Al ver esto, troqué mi mirada de ira, por una mirada de
loco, de orate, y grite fortísimo:
—¡Ahora
te mato conchatu%&%#$! . Lo dije con toda mi furia y locura.
Creo que se
asustó al oír esto y empecé a corretearlo como un salvaje. Sólo atiné a propinar una patada
por la altura de la cadera, que la Fidela logró contener con la mano. Lo seguía
persiguiendo, al intentar correr la Fidela se tropieza en un montículo y se
cae. Quise aprovechar esta oportunidad, ya me había convertido en un demente.
Me detuvieron y para mi bien, se canceló la pelea, por insistencia
de todos los compañeros.
Ahora
comprendo porqué los golpes —que fueron muchos—, no me dolían. El estrés en mi
fue tal, que la generación de Cortisol y Adrenalina fue considerable en mi
torrente sanguíneo, esto indujo a una rigidez muscular tan fuerte que no sentía
los golpes propinados, tampoco el dolor cuando recibía cada uno de ellos. Luego de
la pelea, los compañeros me empezaron a felicitar. Ellos estaban convencidos
que yo había ganado esta pelea. Mientras caminábamos por la calle Hilario
Carrasco, me empezó un terrible dolor por todo el cuerpo. Me senté en la esquina que
colinda con la casa del señor López, ya me había quedado sólo, agaché mi cabeza, miraba fijamente la tierra y empecé a
elucubrar que rollo extraordinario le iba a decir a mi madre por esta pelea, porque estaba seguro que se iba a enterar, y me iba a caer una tanda más dura que todos los
golpes que recibí ese día; me imaginaba el san martincito de ocho lenguas acariciando mis piernas de gallareta. Al llegar a mi casa el dolor era muy fuerte,
realmente me habían apanado bien.
Al
día siguiente, ya en el colegio, veo a la Fidela con una mano vendada,
quizá mal herida de tanto golpe que logró propinarme. Yo no tenía nada visible,
pero por dentro estaba más mallugado que mango de chupar pisado por varios caballos.
No sé porqué le decían Fidela, pero éste era un adolescente que jugaba muy bien el fútbol, tenía una patada fortísima, a pesar de su contextura. Junto con su hermano Ever eran una dupla extraordinaria, ellos integraban la selección del segundo grado, adicionalmente estaban en el mismo salón, el segundo "B". Ellos vivián en un hermoso villorrio llamado San Isidro; y a aveces iban al colegio en sus bicicletas montañeras. Luego de este acontecimiento, la relación entre ambos—La Fidela y yo—fue áspera, de sobriedad, de miradas recelosas, a pesar que seguimos llevando el curso de Dibujo Técnico todo el año nunca más nos dijimos una palabra.
No sé porqué le decían Fidela, pero éste era un adolescente que jugaba muy bien el fútbol, tenía una patada fortísima, a pesar de su contextura. Junto con su hermano Ever eran una dupla extraordinaria, ellos integraban la selección del segundo grado, adicionalmente estaban en el mismo salón, el segundo "B". Ellos vivián en un hermoso villorrio llamado San Isidro; y a aveces iban al colegio en sus bicicletas montañeras. Luego de este acontecimiento, la relación entre ambos—La Fidela y yo—fue áspera, de sobriedad, de miradas recelosas, a pesar que seguimos llevando el curso de Dibujo Técnico todo el año nunca más nos dijimos una palabra.
A
parte de este peculiar episodio, el transcurrir del año fue muy sosegado.
Trataba de estudiar con entusiasmo y de apoyar a mis compañeros en
algunos exámenes. A esa edad, once (11) años, creo que tenía una memoria
generosa. No necesitaba estudiar demasiado, sino, lo suficiente. Iba al colegio
en el turno de mañana. En las tardes salía con la collera a jugar fútbol al
frente de mi casa, en un amplísimo arenal. El Pelé, Uñon, el Were, la Zeta,
Alex —el hijo del toro—, José Antonio, El Perolo, Hower, Tuto y otros más eran
los jugadores habituales.
Se
me vienen a mis memorias los momentos en las que dábamos exámenes; en mi salón
había magos, si, magos de verdad. Expertos en hacer aparecer y desaparecer cosas, sobre
todo los papelitos con la copia correspondiente de todo un cuaderno.
Podíamos entregar el examen y salir antes de la hora del término oficinal del
mismo. Cuando hacía eso, algunas veces me encontraban con mi primo Javier Dios
Espinoza y con sus amigos del alma: Felix—que le decían Pino— y César—que le decían o apellidaba Gamboa, era zurdo y jugaba muy bien al fútbol—. Una
vez escuché un comentario de Pino a mi primo Javicho — él también salía
de dar examen en su correspondiente salón el Cuarto Grado “A”—
”Oe tacho, taque el
examen ha estado papayita, lo malo es que no conteste ninguna pregunta (sic)” .
Mi
primo Javicho y sus amigos, así como yo, nos matamos de la risa por tal sarcástico comentario.
En
el recreo jugábamos fulbito en la loza deportiva del colegio o hacíamos hora en
el patio central. Recuerdo que a veces agarraba una escoba, la tomaba
como guitarra imaginaria, hacia estulticias y me ponía a imitar a Indochina, que era un
grupo de moda en ese momento.
El
profesor Cum Apolo, era matemático pero nos enseñó Educación Cívica. Recuerdo su
clase sobre el "Derecho a la inviolabilidad de las correspondencia y de
las comunicaciones" . Básicamente el tema era que nadie debe leer una
carta o correspondencia nuestra sin nuestro consentimiento. Esta clase fue tan
importante que formó mi carácter con un respeto irrestricto a los
datos y comunicaciones de otras personas.
En
la clausura del año escolar tenía una sensación de incertidumbre. Me imagino
que los púberes más aplicados también tenían ese sentir .Azañero Rodríguez Maribel,
Barrientos Pacherres Karin, César Palacios Agurto, Jéssica Medina Morán, Julisa Fernández Rosillo,
Aracely Yarlequé, Erin Escobedo Dios, Cristina Sánchez Moreno entre otros excelentísimos alumnos. El
profesor Pantaleón Puño Lecarnaqué que hacía de maestro de ceremonias, menciona
como segundo puesto a Cristina Sánchez Moreno. Finalmente me entregaron
una libreta de ahorros con 250 mil intis, de una mutual local; y el recuerdo
más grato que tengo de ese día, es que un gran hombre, casado con una gran mujer, el Sr. Héctor Dios Yacila, por el cual guardo una estima profunda y un agradecimiento sincero—antes de venirme a Lima me regalo un libro : "Banco de Preguntas"—, me dijo:
"Bien sobrino lo lograste, tu mamá estará muy contenta", mientras sus brazos extendidos sostenían un pedazo de cartón con una carátula que decía "Diploma de Honor"; mi tío Tito, que esbozaba un orgullo paternal, me hacía entrega del diploma por el primer puesto de aprovechamiento.
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"Bien sobrino lo lograste, tu mamá estará muy contenta", mientras sus brazos extendidos sostenían un pedazo de cartón con una carátula que decía "Diploma de Honor"; mi tío Tito, que esbozaba un orgullo paternal, me hacía entrega del diploma por el primer puesto de aprovechamiento.
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