domingo, 1 de junio de 2014

GLORIOSO C.N 7 DE ENERO : PARTE I

Observando con pausado sigilo las fotografías que algunos compañeros o conocidos míos han colocado en una red social,  mi mente empezó  a trasladarse en el tiempo. Sí, es como si una máquina del tiempo me trasladase a una época extraordinaria de mi baladí existencia: La etapa de mi educación secundaria, en el glorioso Colegio Nacional  7 de Enero, uno de los centros bases de Educación Técnica de Tumbes, ubicado  exactamente en el distrito de Corrales, mi tierra natal; y que muy pronto celebrará su onomástico número cincuenta .

La nostalgia — dicen los expertos— es uno de los acicates que impulsa al ser humano a plasmar, ya sea en poemas, ensayos, en pinturas, en música y en otras manifestaciones físicas, el sentir del corazón del hombre. Dice un proverbio bíblico: “La boca habla de lo que el corazón rebosa “ ; y creo que hoy por hoy, al ver los rostros —ya matizados por el tiempo— de mis compañeros, he sentido ese impulso descontrolado por escribir algunas memorias acerca de mi experiencia en mi Alma Mater.


Abría mis ojos por primera vez muy temprano. Todos los días nuestra alarma natural me despertaba a las 6:30 de la mañana. Era el canto frenético de los gallos de pelea de un excelente profesor: Clemente Chávez Mego; que vivía al frente de mi casa. Raudamente y con la insoportable preocupación por el tiempo y la puntualidad inculcada por mi abuela, dejaba mi cama,  si tenía  las sandalias cerca me las ponía, si no,  a pata limpia no má; aunque esta última situación no era del agrado de la Olguita, mi querida madre. Agarraba un jabón de tocador o jabón Pacocha —realmente no veía, ni me importaba la diferencia — y salía de  mi añorada casa, directamente a unos de mis lugares predilectos, el canal de irrigación, simplemente llamado Canal. El tramo de mi casa al Canal era relativamente corto, unos doscientos (200) metros aproximadamente y, normalmente iba con un short simple, sin polo  y generalmente descalzo. Bordeaba la Quebrada y  caminaba sobre las grandes rocas que se habían colocado como muro de contención ante un posible desborde. Mientras caminaba o trotaba, tenía que mirar hacia abajo con el objetivo de  evitar que los abrojos—especie de espinas—  se impregnaran en las plantas de mi pies. También habían restos de vidrios desperdigados por el camino, asi pues la esperanza mía de no verme afectado, dependía de la agudeza visual de mis retinas; aunque para ser sinceros tengo los estigmas de los abrojos y los vidrios en mis pies. Si ocurría un corte, usaba el polvito mágico: La Arena — no había antibiótico, antiinflamatorios ni otros químicos—. A escasos  treinta metros había  un arenal, tomaba un puñado bien nutrido de arena y lo colocaba en la parte  herida. No sé cómo, pero era muy efectivo.

En el trayecto era común encontrarme con lagartijas, jañapes, capones, hasta colambos — especie de serpiente—  que asomaban repentinamente, moviendo las escasas hojas de bejuco que crecía entre las rocas. Todo esto formaba  parte del paisaje habitual.
Más o menos a diez (10) metros de distancia del Canal, aceleraba el paso, corría con más entusiasmo—agarraba vuelo (sic) —  y me lanzaba directamente al agua.  Había una altura de aproximadamente  cinco (5) metros desde donde me tiraba hasta tocar las frescas aguas del Canal.  El agua del Canal en ciertas épocas era muy limpia  se podía ver el fondo. Estaba en el agua casi  treinta (30) minutos, una decena de clavados, saltos mortales, los famosos flip flap—saltos medios mortales para atrás—, nadaba de orilla a orilla y, era feliz, muy feliz. En ocasiones comentaban que habían visto a un lagarto—llamado también cocodrilo de Tumbes— sacar la cabeza fuera del agua y, que se escondía  debajo del puente,  eso a veces me atemorizaba, pero al final las ganas y el ímpetu de bañarme a gusto y totalmente  gratis en una piscina natural, era más fuerte que el temor.

El  regreso a casa era a prisa, tiritaba de frío, a pesar del radiante sol, regresaba corriendo. La Olguita, ya me tenía preparado unos de los potajes más exquisitos  y con alto contenido de proteínas y carbohidratos: Un plato generoso de  Majao con Pescao (sic).    El pescado era frecuentemente la Sierra  bien dorada y  era acompañado  con su exagerado jarro de Avena Quaker con manzana y que combinaba interdiariamente con naranja.  Ese almuerzo, perdón, desayuno quise decir, me mantenía con el estómago tranquilo hasta pasada  la 1:00 pm. No había propina para el colegio, ni tampoco  un cómprate algo en el cole, menos mal. No llevaba nada de dinero, realmente no lo necesitaba.  Lustraba mis zapatos con un afán desmedido, agarraba mi mochila —del año anterior—  y salía por la puerta posterior, la puerta que nos separaba la casa del  corral, un corral que no estaba cercado, un corral al aire libre.

El camino al colegio tendría una distancia de novecientos (900) a mil (1000) metros. En los primeros doscientos cincuenta (250) metros, el paso constante de la gente —generalmente campesinos y alumnos— habían formado una trocha relativamente angosta; ambos lados de la trocha, eran acariciadas por las omnipresentes plantas de bejuco. Lagartijas, pacasos, sapos, capones,   eran las distracciones del camino. En ocasiones me encontraba con una adolescente muy agraciada; tenía una mirada muy dulce y en su sonrisa el brillo de una línea de oro adornaba magistralmente  sus dientes, era la frágil y pequeña Cristina, una adolescente con un grado superior al mío.  En la trocha sólo caminábamos uno a la vez, por lo que generalmente el que entraba primero en la trocha se mantenía así hasta el final de la misma. También me encontraba con mis compañeros Juan Carlos Carreño, Mirtha Gómez; ellos vivían en el centro poblado de Buena Vista Baja.

Antes de llegar al molino de Corrales, pasando la Gallera, proseguía el camino pero esta vez ya sin bejucos, era un camino de tierra y parte de arena. Pasábamos por el  Bar de Bereche, caminábamos unos trescientos (300) metros y  subíamos una pequeña pendiente. Al llegar a esa pendiente—que formaba parte del muro de contención de la Quebrada— se podía visualizar mi Colegio. El 7 de Enero estaba al otro lado de la quebrada. Al costado del camino, estando parado en esa pendiente,  había un árbol de algarrobo con dos grandes rocas; era muy frecuente observar al mítico orate de Corrales —el Loco Manrique, Q.E.D.G— con sus cuadernos y unos treinta  (30) lapiceros en los bolsillos de su camisa. Estaba parado esperando  el inicio de las clases. En su imaginación creo yo, él era un puntual, disciplinado y responsable alumno de secundaria. Los mayores comentaba que su estado mental se agravó con los estudios; sin embargo, otros comentaban que fue a raíz de un golpe en la cabeza.
El Loco Manrique hablaba cosas relacionadas al colegio y sacaba frecuentemente su lengua mostrando una hoja de una planta  —al parecer   era de menta o de perlillo— . Era inofensivo, pero en determinados momentos, que coincidían con la posición de la luna, empezaba a gritar a los que lo mirábamos. Creo que estaba loco.

Bajamos la pendiente, ese tramo era la ruta de la quebrada, es decir, atravesábamos el camino que seguía la quebrada. Mis  zapatos ya estaban sucios, por la tierra y la arena. La Olguita siempre me colocaba en mi bolsillo un pañuelo ideal para estos menesteres.  Sinceramente  sentía mucha emoción  el saber que iba aprender algo nuevo. Ese tramo del camino  a veces era abrupto, dependía de la estación del año y de la quebrada. Si había corrido la quebrada, simplemente nos sacábamos los zapatos y caminábamos por los lugares con menos barro. Si no, básicamente trataba de levantar menos polvo y arena al caminar.
Al llegar a las inmediaciones del Colegio, veía llegar alumnos por los cuatro puntos cardinales. Bajaban del Tablazo, de Pueblo Nuevo, las góndolas —microbuses de transportes — dejaban a los alumnos que venían de San Jacinto, Pechichal, Cristales, Realengal, San Franciso, Malvales. También los alumnos que venían del centro de Corrales, de la Garita, de San Isidro, de la Jota, los Cedros,  de Cabeza de Vaca, de Buenos Aires, de San Martín. También venían de Buena Vista Alta y Baja. Si era lunes, teníamos que, además de formar estrictamente, izar el pabellón  y entonar las sagradas notas del himno nacional. Con frecuencia recibíamos la perorata y la soflama extraordinaria aunada a los admirables consejos de una gran profesora y/o auxiliar, le decían la “Maricucha”.

Yo estaba en la sección “C” probablemente la sección con el rango de edad mayor, con adolecentes lazarillos y jacobinos, como los hermanos  Zorros, los hermanos  PanceLeches, el pato Villar Barba, Céspedes Castro. También estaba Hugo Alemán Oviedo, Segundo Alipio Carrillo Herrera, Francisco Benedicto Yacila Lomas, Jaime Chichay, Dios Tinoco, Atoche, Roberto Rugel Zevallos entre otros compañeros. Definitivamente también contábamos con las adolescentes más agraciadas o bonitas de todo el Colegio, según mi nimio  gusto y entender. Estaban  Jessenia Quevedo Malmaceda, Hidolay Olaya Pardo, Carmen Elena Álvarez Morales, Anita Aguayo, Jelssy Montenegro Alvarado, Paola Clarita Olaya Zapata, Elena Aguilar Martínez, Patricia Saavedra Nathals, la  Peña Quevedo, Liliana Infante Montoya, Amada Esperanza Dios Dioses,  por nombrar algunas.
Entrábamos ordenadamente a nuestra Alma Mater con la mente dispuesta a recibir los conocimientos de  nuestros sacrificados  e inolvidables profesores.


 
 Volver al Inicio     Siguiente


0 comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por tus comentarios.

Blogger news