Observando con pausado sigilo las fotografías que algunos
compañeros o conocidos míos han colocado en una red social, mi mente
empezó a trasladarse en el tiempo. Sí,
es como si una máquina del tiempo me trasladase a una época extraordinaria de
mi baladí existencia: La etapa de mi educación
secundaria, en el glorioso Colegio Nacional 7 de Enero, uno de los centros bases de Educación Técnica de Tumbes,
ubicado exactamente en el distrito de
Corrales, mi tierra natal; y que muy pronto celebrará su onomástico número cincuenta .
La nostalgia — dicen los expertos— es uno de los acicates que
impulsa al ser humano a plasmar, ya sea en poemas, ensayos, en pinturas, en
música y en otras manifestaciones físicas, el sentir del corazón del hombre.
Dice un proverbio bíblico: “La boca habla
de lo que el corazón rebosa “ ; y creo que hoy por hoy, al ver los rostros —ya
matizados por el tiempo— de mis compañeros, he sentido ese impulso descontrolado
por escribir algunas memorias acerca de mi experiencia en mi Alma Mater.
Abría mis ojos por primera vez muy temprano. Todos los días
nuestra alarma natural me despertaba a las 6:30 de la mañana. Era el canto
frenético de los gallos de pelea de un excelente profesor: Clemente Chávez Mego;
que vivía al frente de mi casa. Raudamente y con la insoportable preocupación
por el tiempo y la puntualidad inculcada por mi abuela, dejaba mi cama, si tenía
las sandalias cerca me las ponía, si no,
a pata limpia no má; aunque
esta última situación no era del agrado de la Olguita, mi querida madre.
Agarraba un jabón de tocador o jabón Pacocha —realmente no veía, ni me
importaba la diferencia — y salía de mi
añorada casa, directamente a unos de mis lugares predilectos, el canal de
irrigación, simplemente llamado Canal. El tramo de mi casa al Canal
era relativamente corto, unos doscientos (200) metros aproximadamente y, normalmente
iba con un short simple, sin polo y generalmente
descalzo. Bordeaba la Quebrada y caminaba sobre las grandes rocas que se habían
colocado como muro de contención ante un posible desborde. Mientras caminaba o
trotaba, tenía que mirar hacia abajo con el objetivo de evitar que los abrojos—especie de espinas— se impregnaran en las plantas de mi pies. También
habían restos de vidrios desperdigados por el camino, asi pues la esperanza mía
de no verme afectado, dependía de la agudeza visual de mis retinas; aunque para
ser sinceros tengo los estigmas de los abrojos y los vidrios en mis pies. Si ocurría
un corte, usaba el polvito mágico: La Arena — no había antibiótico, antiinflamatorios ni
otros químicos—. A escasos treinta
metros había un arenal, tomaba un puñado
bien nutrido de arena y lo colocaba en la parte herida. No sé cómo, pero era muy efectivo.
En el trayecto era común encontrarme con lagartijas, jañapes,
capones, hasta colambos — especie de serpiente— que asomaban repentinamente, moviendo las escasas hojas de bejuco que crecía entre las rocas. Todo esto formaba parte del paisaje habitual.
Más o menos a diez (10) metros de distancia del Canal, aceleraba
el paso, corría con más entusiasmo—agarraba vuelo (sic) — y me lanzaba directamente al agua. Había una altura de aproximadamente cinco (5) metros desde donde me tiraba hasta tocar
las frescas aguas del Canal. El agua del
Canal en ciertas épocas era muy limpia se podía ver el fondo. Estaba en
el agua casi treinta (30) minutos, una
decena de clavados, saltos mortales, los famosos flip
flap—saltos medios mortales para atrás—, nadaba de orilla a
orilla y, era feliz, muy feliz. En ocasiones comentaban que habían visto a un
lagarto—llamado también cocodrilo de Tumbes— sacar la cabeza fuera del agua y,
que se escondía debajo del puente, eso a veces me atemorizaba, pero
al final las ganas y el ímpetu de bañarme a gusto y totalmente gratis en
una piscina natural, era más fuerte que el temor.
El regreso a casa era a
prisa, tiritaba de frío, a pesar del radiante sol, regresaba corriendo. La
Olguita, ya me tenía preparado unos de los potajes más exquisitos y con alto contenido de proteínas y carbohidratos:
Un plato generoso de Majao con Pescao (sic). El
pescado era frecuentemente la Sierra
bien dorada y era acompañado con su exagerado jarro de Avena Quaker con manzana y que combinaba interdiariamente con naranja. Ese almuerzo, perdón, desayuno quise decir, me
mantenía con el estómago tranquilo hasta pasada la 1:00 pm. No había
propina para el colegio, ni tampoco un cómprate algo en el cole, menos mal. No llevaba nada de dinero,
realmente no lo necesitaba. Lustraba mis zapatos con un afán desmedido,
agarraba mi mochila —del año anterior— y salía por la puerta posterior,
la puerta que nos separaba la casa del corral, un corral que no estaba cercado, un
corral al aire libre.
El camino al colegio tendría una distancia de novecientos (900) a
mil (1000) metros. En los primeros doscientos cincuenta (250) metros, el paso
constante de la gente —generalmente campesinos y alumnos— habían formado una
trocha relativamente angosta; ambos lados de la trocha, eran acariciadas por
las omnipresentes plantas de bejuco. Lagartijas, pacasos, sapos, capones, eran las distracciones del camino. En
ocasiones me encontraba con una adolescente muy agraciada; tenía una mirada muy
dulce y en su sonrisa el brillo de una línea de oro adornaba magistralmente sus dientes, era la frágil y pequeña Cristina,
una adolescente con un grado superior al mío. En la trocha sólo caminábamos uno a la vez,
por lo que generalmente el que entraba primero en la trocha se mantenía así hasta
el final de la misma. También me encontraba con mis compañeros Juan Carlos
Carreño, Mirtha Gómez; ellos vivían en el centro poblado de Buena Vista Baja.
Antes de llegar al molino de Corrales, pasando la Gallera,
proseguía el camino pero esta vez ya sin bejucos, era un camino de tierra y
parte de arena. Pasábamos por el Bar de Bereche, caminábamos unos trescientos
(300) metros y subíamos una pequeña pendiente.
Al llegar a esa pendiente—que formaba parte del muro de contención de la
Quebrada— se podía visualizar mi Colegio. El 7 de Enero estaba al otro lado de
la quebrada. Al costado del camino, estando parado en esa pendiente, había un árbol de algarrobo con dos grandes
rocas; era muy frecuente observar al mítico orate de Corrales —el Loco Manrique, Q.E.D.G— con sus
cuadernos y unos treinta (30) lapiceros
en los bolsillos de su camisa. Estaba parado esperando el inicio de las
clases. En su imaginación creo yo, él era un puntual, disciplinado y
responsable alumno de secundaria. Los mayores comentaba que su estado mental se
agravó con los estudios; sin embargo, otros comentaban que fue a raíz de un
golpe en la cabeza.
El Loco Manrique hablaba cosas relacionadas al colegio y sacaba frecuentemente
su lengua mostrando una hoja de una planta —al parecer era de
menta o de perlillo— . Era inofensivo, pero en determinados momentos, que coincidían
con la posición de la luna, empezaba a gritar a los que lo mirábamos. Creo que
estaba loco.
Bajamos la pendiente, ese tramo era la ruta de la quebrada, es
decir, atravesábamos el camino que seguía la quebrada. Mis zapatos ya estaban sucios, por la tierra y la
arena. La Olguita siempre me colocaba en mi bolsillo un pañuelo ideal para
estos menesteres. Sinceramente sentía mucha emoción el saber que iba aprender algo nuevo. Ese
tramo del camino a veces era abrupto, dependía de la estación del año y
de la quebrada. Si había corrido la quebrada, simplemente nos sacábamos los
zapatos y caminábamos por los lugares con menos barro. Si no, básicamente
trataba de levantar menos polvo y arena al caminar.
Al llegar a las inmediaciones del Colegio, veía llegar alumnos
por los cuatro puntos cardinales. Bajaban del Tablazo, de Pueblo Nuevo, las
góndolas —microbuses de transportes — dejaban a los alumnos que venían de San
Jacinto, Pechichal, Cristales, Realengal, San Franciso, Malvales. También los
alumnos que venían del centro de Corrales, de la Garita, de San Isidro, de la Jota,
los Cedros, de Cabeza de Vaca, de Buenos
Aires, de San Martín. También venían de Buena Vista Alta y Baja. Si era lunes,
teníamos que, además de formar estrictamente, izar el pabellón y entonar
las sagradas notas del himno nacional. Con frecuencia recibíamos la perorata y
la soflama extraordinaria aunada a los admirables consejos de una gran
profesora y/o auxiliar, le decían la “Maricucha”.
Yo estaba en la sección “C” probablemente la sección con el
rango de edad mayor, con adolecentes lazarillos y jacobinos, como los hermanos Zorros, los hermanos PanceLeches, el pato Villar Barba, Céspedes
Castro. También estaba Hugo Alemán Oviedo, Segundo Alipio Carrillo Herrera,
Francisco Benedicto Yacila Lomas, Jaime Chichay, Dios Tinoco, Atoche, Roberto Rugel Zevallos entre otros compañeros.
Definitivamente también contábamos con las adolescentes más agraciadas o bonitas
de todo el Colegio, según mi nimio gusto
y entender. Estaban Jessenia Quevedo
Malmaceda, Hidolay Olaya Pardo, Carmen Elena Álvarez Morales, Anita Aguayo,
Jelssy Montenegro Alvarado, Paola Clarita Olaya Zapata, Elena Aguilar Martínez,
Patricia Saavedra Nathals, la Peña Quevedo,
Liliana Infante Montoya, Amada Esperanza Dios Dioses, por nombrar algunas.
Entrábamos ordenadamente a nuestra Alma Mater con la mente
dispuesta a recibir los conocimientos de nuestros sacrificados e inolvidables profesores.
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