sábado, 14 de junio de 2014

GLORIOSO C.N 7 DE ENERO : LA PREVIA

A finales del año 1987 yo terminaba mi educación primaria, la misma que la realicé en una modesta y acogedora escuela: el Centro Educativo Carlos Vásquez Villaseca Nro 18, y que por un motivo que desconozco todos los zagales la conocíamos como La Tres (03). Mi memoria alberga recuerdos sinceramente muy entrañables de mi instancia en La Tres. Recuerdo a mi Profesora Teresa García —Q.P.D.G— una mujer que daba una imagen que combinaba magistralmente la ternura y la firmeza al momento de educar y enseñar. También recuerdo que en el fenómeno del Niño del año 1983, mi escuela fue inundada completamente por la quebrada de Corrales. Todos los salones estaban llenos de barro y lodo. La escuela quedó inutilizada desde abril hasta agosto de ese trágico año. En el iterín, es decir de abril a agosto, teníamos que desarrollar las  clases en los alrededores de la escuela. Para esto  aprovechábamos los cuatro algarrobos que estaban cerca de la puerta. Recibíamos las clases al aire libre, no habían sillas, nos sentábamos en unas piedras, terrones o pequeños montículos formados por la quebrada, aunque algunas compañeras llevaban su silla respectiva.  En el árbol de algarrobo se colocaba una pizarra y mi profesora Teresa iniciaba la clase, la misma que era adornada por el mágico canto de los pajarillos —negritos, chilalos, zoñas y algunos chocacos— , también de vez en cuando caía una algarroba o algunos desechos orgánicos de los pajarillos, causando la mofa y la risa hacia el niño afortunado, en cuyo cuerpo se impregnaba la sustancia pegajosa.

Con ayuda de varias motobombas se llegó succionar el agua y el barro de mi escuela; sin embargo, la mitad de la misma quedó debajo del suelo.
En Sexto grado mi profesora fue Maritza Jiménez Barreto, una profesora muy joven, y adicionalmente muy hermosa. Yo no era uno de sus engreídos, lamentablemente. Ella tenía predilección por una compañera muy aplicada, y además muy ordenada, con una letra muy bonita y considerablemente grande. Sus cuadernos eran pulcros, sin mácula, sin ninguna hoja con oreja de chancho y los títulos de las clases en sus cuadernos eran adornados por un resaltador amarillo. Julissa Fernández Rosillo, era un niña muy inteligente y además tenía el apoyo incondicional de varios de su hermanos, ella nos decía que su hermano "Bomba" la ayudaba siempre. Julissa ocupó el primer puesto en aprovechamiento y en conducta; en los ojos de su madre y de sus hermanos yo veía  la alegría y la admiración por los logros de una de sus menores hijas.En realidad todos ellos eran muy aplicados.

Para mí, estar en el Colegio Nacional de Enero me llenaba de orgullo. El sólo pensar que mi enjuto cuerpo y mi pusilánime mente iban a transitar por las aulas del colegio, me emocionaba en demasía. Salir de mi pequeña y humilde escuela para entrar y seguir mis estudios secundarios en el gran Centro Base, simplemente era alcanzar casi la gloria.  También me sentía ansioso. Mi proclive imaginación de 10 años de edad, construía en mi pensar un conjunto de historias, tramas, cuentos, en las que todos los niños de las distintas escuelas de educación primaria de Corrales, sobre todo aquellos que habían ocupado los primeros puestos, ingresaban al primer año de educación secundaria e iniciaban una lucha de gladiadores del saber y del conocimiento; normalmente en esas batallas yo era el perdedor. Y es que de las escuelas más humildes y precarias, la mía era la más humilde y precaria.

Nuestra fiesta de promoción de primaria la hicimos en el Local del Consejo Distrital de Corrales. Algunos compañeros como por ejemplo  Víctor Valencia Aquino, Flor Yovera Silva, Henry Astudillo, José Antonio Espinoza Castillo, Hower Castillo Silva, Teresa, La Chira, Griselda, entre  otros, llegaron elegantísimos; otros lamentablemente no participaron. Nunca nos habíamos visto así de guapachosos, parecíamos extraños, exageradamente extraños. Antes de asistir a la ceremonia,  recuerdo que mi abuela materna me colocó mi corbata michi, sacó de su bolsillo una latita de vaselina, introdujo su dedo y extrajo una generosa cantidad de esa sustancia, la frotó con sus manos, y me empezó a acariciarme el cabello. Mientras lisonjeaba mi indomable cabellera, me decía: “Te ves como todo un ingeniero“, “Serás un ingeniero, hijo mío”.  Mi abuela fungía de pitonisa, pero más que eso, ha sido una persona cuya estructura moral, carácter sencillo y rigidez en la crianza, ha marcado y delineado esta vida mía.

La fiesta fue amenizada con el equipo de sonido de un señor que le decíamos la Pintona. Era un señor amable y respetuoso;  bailamos los temas del momento: “Dile”,  ”Zancudito Loco”, “Samaritana del Amor”, ”Humo del Cigarrillo”, ”A mover la Colita”, ”El Carrito” entre otros temas de antaño. Mi pareja de promoción fue mi sobrina (que era mayor que yo) Jenny.
Ese día, un 22 de diciembre de 1987  fue la última vez  que estuvimos unidos  la mayoría de alumnos de mi sección, los mismos que habíamos compartido innumerables anécdotas en nuestra escuela La Tres. Sólo quedaba esperar el nacimiento de  nueva etapa de nuestras vida. Una vida académica en el Centro Base Colegio Nacional 7 de Enero. Lo que siempre habíamos  anhelado, siempre habíamos querido; estar allí, en las aulas de concreto armado. Escuchar las clases de varios profesores; habíamos querido que nos llamen "primariosos", habíamos querido salir  del Colegio Nacional 7 de Enero luego de la jornada de clase diaria, regresar por la Calle Hilario Carrasco e inflar el pecho y llenarnos de inmensa ínfulas — de las buenas y sanas —, de sentirnos orgullos que los moradores y la gente nos mire con nuestros cuadernos y digan : ¡allí van los nuevos Siete Enerinos!




domingo, 1 de junio de 2014

GLORIOSO C.N 7 DE ENERO : PARTE I

Observando con pausado sigilo las fotografías que algunos compañeros o conocidos míos han colocado en una red social,  mi mente empezó  a trasladarse en el tiempo. Sí, es como si una máquina del tiempo me trasladase a una época extraordinaria de mi baladí existencia: La etapa de mi educación secundaria, en el glorioso Colegio Nacional  7 de Enero, uno de los centros bases de Educación Técnica de Tumbes, ubicado  exactamente en el distrito de Corrales, mi tierra natal; y que muy pronto celebrará su onomástico número cincuenta .

La nostalgia — dicen los expertos— es uno de los acicates que impulsa al ser humano a plasmar, ya sea en poemas, ensayos, en pinturas, en música y en otras manifestaciones físicas, el sentir del corazón del hombre. Dice un proverbio bíblico: “La boca habla de lo que el corazón rebosa “ ; y creo que hoy por hoy, al ver los rostros —ya matizados por el tiempo— de mis compañeros, he sentido ese impulso descontrolado por escribir algunas memorias acerca de mi experiencia en mi Alma Mater.


Abría mis ojos por primera vez muy temprano. Todos los días nuestra alarma natural me despertaba a las 6:30 de la mañana. Era el canto frenético de los gallos de pelea de un excelente profesor: Clemente Chávez Mego; que vivía al frente de mi casa. Raudamente y con la insoportable preocupación por el tiempo y la puntualidad inculcada por mi abuela, dejaba mi cama,  si tenía  las sandalias cerca me las ponía, si no,  a pata limpia no má; aunque esta última situación no era del agrado de la Olguita, mi querida madre. Agarraba un jabón de tocador o jabón Pacocha —realmente no veía, ni me importaba la diferencia — y salía de  mi añorada casa, directamente a unos de mis lugares predilectos, el canal de irrigación, simplemente llamado Canal. El tramo de mi casa al Canal era relativamente corto, unos doscientos (200) metros aproximadamente y, normalmente iba con un short simple, sin polo  y generalmente descalzo. Bordeaba la Quebrada y  caminaba sobre las grandes rocas que se habían colocado como muro de contención ante un posible desborde. Mientras caminaba o trotaba, tenía que mirar hacia abajo con el objetivo de  evitar que los abrojos—especie de espinas—  se impregnaran en las plantas de mi pies. También habían restos de vidrios desperdigados por el camino, asi pues la esperanza mía de no verme afectado, dependía de la agudeza visual de mis retinas; aunque para ser sinceros tengo los estigmas de los abrojos y los vidrios en mis pies. Si ocurría un corte, usaba el polvito mágico: La Arena — no había antibiótico, antiinflamatorios ni otros químicos—. A escasos  treinta metros había  un arenal, tomaba un puñado bien nutrido de arena y lo colocaba en la parte  herida. No sé cómo, pero era muy efectivo.

En el trayecto era común encontrarme con lagartijas, jañapes, capones, hasta colambos — especie de serpiente—  que asomaban repentinamente, moviendo las escasas hojas de bejuco que crecía entre las rocas. Todo esto formaba  parte del paisaje habitual.
Más o menos a diez (10) metros de distancia del Canal, aceleraba el paso, corría con más entusiasmo—agarraba vuelo (sic) —  y me lanzaba directamente al agua.  Había una altura de aproximadamente  cinco (5) metros desde donde me tiraba hasta tocar las frescas aguas del Canal.  El agua del Canal en ciertas épocas era muy limpia  se podía ver el fondo. Estaba en el agua casi  treinta (30) minutos, una decena de clavados, saltos mortales, los famosos flip flap—saltos medios mortales para atrás—, nadaba de orilla a orilla y, era feliz, muy feliz. En ocasiones comentaban que habían visto a un lagarto—llamado también cocodrilo de Tumbes— sacar la cabeza fuera del agua y, que se escondía  debajo del puente,  eso a veces me atemorizaba, pero al final las ganas y el ímpetu de bañarme a gusto y totalmente  gratis en una piscina natural, era más fuerte que el temor.

El  regreso a casa era a prisa, tiritaba de frío, a pesar del radiante sol, regresaba corriendo. La Olguita, ya me tenía preparado unos de los potajes más exquisitos  y con alto contenido de proteínas y carbohidratos: Un plato generoso de  Majao con Pescao (sic).    El pescado era frecuentemente la Sierra  bien dorada y  era acompañado  con su exagerado jarro de Avena Quaker con manzana y que combinaba interdiariamente con naranja.  Ese almuerzo, perdón, desayuno quise decir, me mantenía con el estómago tranquilo hasta pasada  la 1:00 pm. No había propina para el colegio, ni tampoco  un cómprate algo en el cole, menos mal. No llevaba nada de dinero, realmente no lo necesitaba.  Lustraba mis zapatos con un afán desmedido, agarraba mi mochila —del año anterior—  y salía por la puerta posterior, la puerta que nos separaba la casa del  corral, un corral que no estaba cercado, un corral al aire libre.

El camino al colegio tendría una distancia de novecientos (900) a mil (1000) metros. En los primeros doscientos cincuenta (250) metros, el paso constante de la gente —generalmente campesinos y alumnos— habían formado una trocha relativamente angosta; ambos lados de la trocha, eran acariciadas por las omnipresentes plantas de bejuco. Lagartijas, pacasos, sapos, capones,   eran las distracciones del camino. En ocasiones me encontraba con una adolescente muy agraciada; tenía una mirada muy dulce y en su sonrisa el brillo de una línea de oro adornaba magistralmente  sus dientes, era la frágil y pequeña Cristina, una adolescente con un grado superior al mío.  En la trocha sólo caminábamos uno a la vez, por lo que generalmente el que entraba primero en la trocha se mantenía así hasta el final de la misma. También me encontraba con mis compañeros Juan Carlos Carreño, Mirtha Gómez; ellos vivían en el centro poblado de Buena Vista Baja.

Antes de llegar al molino de Corrales, pasando la Gallera, proseguía el camino pero esta vez ya sin bejucos, era un camino de tierra y parte de arena. Pasábamos por el  Bar de Bereche, caminábamos unos trescientos (300) metros y  subíamos una pequeña pendiente. Al llegar a esa pendiente—que formaba parte del muro de contención de la Quebrada— se podía visualizar mi Colegio. El 7 de Enero estaba al otro lado de la quebrada. Al costado del camino, estando parado en esa pendiente,  había un árbol de algarrobo con dos grandes rocas; era muy frecuente observar al mítico orate de Corrales —el Loco Manrique, Q.E.D.G— con sus cuadernos y unos treinta  (30) lapiceros en los bolsillos de su camisa. Estaba parado esperando  el inicio de las clases. En su imaginación creo yo, él era un puntual, disciplinado y responsable alumno de secundaria. Los mayores comentaba que su estado mental se agravó con los estudios; sin embargo, otros comentaban que fue a raíz de un golpe en la cabeza.
El Loco Manrique hablaba cosas relacionadas al colegio y sacaba frecuentemente su lengua mostrando una hoja de una planta  —al parecer   era de menta o de perlillo— . Era inofensivo, pero en determinados momentos, que coincidían con la posición de la luna, empezaba a gritar a los que lo mirábamos. Creo que estaba loco.

Bajamos la pendiente, ese tramo era la ruta de la quebrada, es decir, atravesábamos el camino que seguía la quebrada. Mis  zapatos ya estaban sucios, por la tierra y la arena. La Olguita siempre me colocaba en mi bolsillo un pañuelo ideal para estos menesteres.  Sinceramente  sentía mucha emoción  el saber que iba aprender algo nuevo. Ese tramo del camino  a veces era abrupto, dependía de la estación del año y de la quebrada. Si había corrido la quebrada, simplemente nos sacábamos los zapatos y caminábamos por los lugares con menos barro. Si no, básicamente trataba de levantar menos polvo y arena al caminar.
Al llegar a las inmediaciones del Colegio, veía llegar alumnos por los cuatro puntos cardinales. Bajaban del Tablazo, de Pueblo Nuevo, las góndolas —microbuses de transportes — dejaban a los alumnos que venían de San Jacinto, Pechichal, Cristales, Realengal, San Franciso, Malvales. También los alumnos que venían del centro de Corrales, de la Garita, de San Isidro, de la Jota, los Cedros,  de Cabeza de Vaca, de Buenos Aires, de San Martín. También venían de Buena Vista Alta y Baja. Si era lunes, teníamos que, además de formar estrictamente, izar el pabellón  y entonar las sagradas notas del himno nacional. Con frecuencia recibíamos la perorata y la soflama extraordinaria aunada a los admirables consejos de una gran profesora y/o auxiliar, le decían la “Maricucha”.

Yo estaba en la sección “C” probablemente la sección con el rango de edad mayor, con adolecentes lazarillos y jacobinos, como los hermanos  Zorros, los hermanos  PanceLeches, el pato Villar Barba, Céspedes Castro. También estaba Hugo Alemán Oviedo, Segundo Alipio Carrillo Herrera, Francisco Benedicto Yacila Lomas, Jaime Chichay, Dios Tinoco, Atoche, Roberto Rugel Zevallos entre otros compañeros. Definitivamente también contábamos con las adolescentes más agraciadas o bonitas de todo el Colegio, según mi nimio  gusto y entender. Estaban  Jessenia Quevedo Malmaceda, Hidolay Olaya Pardo, Carmen Elena Álvarez Morales, Anita Aguayo, Jelssy Montenegro Alvarado, Paola Clarita Olaya Zapata, Elena Aguilar Martínez, Patricia Saavedra Nathals, la  Peña Quevedo, Liliana Infante Montoya, Amada Esperanza Dios Dioses,  por nombrar algunas.
Entrábamos ordenadamente a nuestra Alma Mater con la mente dispuesta a recibir los conocimientos de  nuestros sacrificados  e inolvidables profesores.


 
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