En el otoño del año 1993, iniciaba mis estudios superiores en una conocida universidad nacional de la capital. Había logrado ingresar a la Facultad de Ciencias Naturales y Matemáticas, carrera profesional de Matemática y Estadística. El entusiasmo por empezar esta nueva etapa en mi vida contrastaba con algunos problemas de índole familiar, así como también, con ciertos inconvenientes relacionados al intenso frío limeño que, según recuerdo, ese año la temperatura fue la más baja de los últimos diez. Para un tumbesino acostumbrado al fulgor y las sublimes caricias de nuestro sol, este cambio abrupto fue realmente traumante: labios constantemente resecos y partidos, dolor en las plantas de los pies y en los dedos de las manos, entre otros tormentos. En ese momento tenía quince (15) años de edad, la familia Rueda Espinoza, había tenido la generosidad de hospedarme en su hogar. Mis tíos, José y Mercedes (mi madrina de bautizo, hermana de mi madre) dispusieron de un lugar donde estuvimos mi madre, mis hermanos y eventualmente mi padre. Las clases en la facultad empezaban a las 07: 00 a.m. por lo que debía levantarme a las 5:00 a.m. y salir una hora después. Vivía en la provincia constitucional del Callao y el local de la universidad estaba en el distrito de Pueblo Libre.
Llevé ocho (08) cursos en ese primer ciclo, cuatro (04) de ellos relacionadas a las matemáticas, y los restantes eran: biología general, química, lenguaje y metodología del trabajo universitario.
Recuerdo un día jueves del mes de junio, era la segunda clase del curso de biología; la profesora de la asignatura tenía un doctorado en Biología Molecular en una universidad extranjera y nos comentó— en la clase anterior— que su esposo había participado en un proyecto en la NASA. Son pocos los docentes que han motivado este espíritu investigador que creo tener; uno de estos docentes fue esta singular profesora, que muy a mi pesar no recuerdo su nombre, pero su introducción al tema del origen de la vida, selló en mi adolescente y humilde pensar una posición marcada sobre el gran misterio del vida.
¿Qué es la vida? Es una pregunta compleja de responder, porque de acuerdo al escenario donde la propongamos tendríamos respuestas disímiles; es decir, si hacemos este cuestionamiento a un filósofo, a un biólogo, a un químico, a un físico cuántico, a un religioso, a un astrónomo o aun sociólogo, sus consideraciones no serán las mismas. Ahora, si nos cuestionamos sobre el «origen de la vida», esta pregunta ostenta ribetes de mayor complejidad en su respuesta. Sin embargo, para efecto de este capítulo nos ocuparemos de la principal teoría científica acerca del principio de la vida.
La docente aperturó la clase realizando una serie de preguntas que despertaron mi curiosidad.
— ¿Qué es la vida?
— ¿Saben cómo se formó la vida?
— ¿Creen en Dios?
— ¿Creen ustedes que la vida surgió a partir de los designios de Dios?
— ¿Saben ustedes que los científicos aun no podemos crear vida?
— ¿Saben que la vida tiene patrones definidos? Es decir, la vida descendiente tiene las mismas características que la vida progenitora; de allí que la cría de un perro no podría ser un gato. Esta ley se cumple también a nivel celular, es por eso que una célula ósea, a partir de la mitosis, produce dos células óseas, y no, por ejemplo, dos neuronas o dos células epiteliales.
Luego de estas preguntas empezó aquella extraordinaria cátedra; mi profesora derrochaba pulcritud al hablar y demostraba una magistral didáctica que solo una persona con tal dominio del tema en cuestión podría hacer, y si adicionalmente le agregamos la virtud principal que deben tener los docentes: el deseo ferviente porque otros aprendan; la clase fue, sin exagerar, como un cuento para niños curiosos con ansías bravías por conocer la principal teoría científica sobre el origen de la vida.
Se estima que aproximadamente hace cinco mil millones de años se formó nuestro querido planeta. Probablemente era una masa incandescente que paulatinamente se fue enfriando. En aquella inestable y antiestética esfera se manifestaban un conjunto de energías descontroladas que se expresaban de diferentes formas. Por ejemplo, la incesante y abrasadora actividad volcánica predominaba en la joven tierra; el fortísimo calor interno hacía que las temperaturas en la superficie fueran demasiado elevadas. Por otro lado: la intensa radiación ultravioleta (a esa edad, la tierra carecía de la capa de ozono), el calor sofocante del sol, la radiactividad, las descargas eléctricas, los rayos cósmicos (que ingresaban con facilidad a nuestro planeta, debido a que no existía aun nuestra capa protectora, la Atmósfera), la presencia de metano, amoniaco, agua e hidrógeno; eran algunos de los componentes —entre sustancias y energías—que se mezclaban sin ninguna razón aparente. A esta singular mezcla se le conoce como «sopa prebiótica», aunque no creo que fuera tan deliciosa como el típico plato de Tumbes, la «Sopa de Bolas» (hecha a base de plátano verde) preparada por mi querida tía Hilda ( Q.D.D.G).
Dentro del «argot» científico la sopa prebiótica es considerada como un caldo de cultivo para la biogénesis; es decir, es la antesala de lo que conocemos hoy como vida.
Posteriormente, algunos cientos de millones de años más tarde, al consolidarse en nuestro planeta algunas estructuras fundamentales, como por ejemplo: la capa de ozono y la atmósfera, se presentaron las condiciones necesarias para que se produjera la vida primitiva. Según investigaciones científicas la vida se originó hace aproximadamente cuatro mil millones de años, y fue necesariamente en el agua, en aquellos vastos océanos cargados con material volcánico, radiación ultravioleta, descargas eléctricas y las demás sustancias que hemos comentado anteriormente.
Esta teoría fue propuesta en el otoño de 1951, en la Universidad de Chicago por el norteamericano Harold Urey (1893-1981)[1]. Parte de su teoría tomaba como referencia los estudios del ruso Alexander Oparin, bioquímico que escribió el libro El Origen de la Vida, en 1926, y que es considerado el Darwin del Siglo XX.
Para demostrar esta trascendental teoría científica era necesario realizar los experimentos que impregnen validez irrefutable a la misma. Un joven de veintitrés (23) años, estudiante de química de la Universidad de California solicitó el apoyo de Urey como asesor de tesis para su doctorado, era Stanley Miller (1930-2007). El ingenioso Miller hizo construir un aparato con el que realizó un experimento muy simple pero exitoso. En el experimento mezcló vapor de agua, metano, amoníaco e hidrógeno (recordemos que se estima que eran los gases presentes en la inexistente atmósfera de la tierra, tal como lo concibieron Alexander Oparin y Harol Urey). Miller simuló tormentas eléctricas mediante dos electrodos de tungsteno, produciendo descargas de sesenta mil voltios. Al cabo de un día, el líquido resultante se tornó de color rosado y luego de una semana el color trocó a rojo. Que el bendito líquido cambie de color no amerita gran atención, sin embargo, la gran sorpresa fue que al analizar las sustancias inmersas en él, se encontraron aminoácidos que son los compuestos moleculares esenciales que forman parte de la estructura interna de lo que hoy llamamos vida.
—He realizado una explicación muy sucinta de la principal teoría científica acerca del origen vida. —Continúo hablando la doctora.
—Pero además quiero comentarles lo siguiente.
El origen de la vida se dio en condiciones extremadamente adecuadas. Los elementos prístinos que forman la vida deben haberse unido (a nivel atómico) por alguna «indescifrable razón», formando moléculas y estas a su vez se organizaron en macromoléculas complejísimas, por ejemplo, los aminoácidos. Estos aminoácidos tuvieron el «discernimiento» o las «instrucciones necesarias» para agruparse y formar las proteínas. Con gran destreza casi «consciente» a estas proteínas, se les ocurrió la magnífica idea de juntarse y formar el primer ser vivo de la tierra, que definitivamente fue una «célula procariota» (organismo que solo tiene una célula)[2]. Estas son células que carecen de núcleo celular y en las que su ADN ( Ácido Desoxirribonucleico) se encuentra propagado por todo el citoplasma celular. Para darnos una idea general de cómo son las células procariotas imaginemos o recordemos una actividad cotidiana: freír un huevo. Normalmente en el huevo frito podemos observar dos componentes: la yema y la clara. En el centro de hubo se encuentra la yema y alrededor de esta se encuentra la riquísima clara (y si es de una gallina negra, criada en un corral de mi tierra natal, mucho mejor).
A diferencia de las células procariotas, todas las células que forman los seres vivos complejos (plantas y animales, por ejemplo) tienen un «núcleo» rodeado de el «citoplasma», que para nuestro ejemplo del huevo serían: la yema y la clara respectivamente. Pero, qué pasaría si desistimos de degustar un huevo frito y preferimos hacer una tortilla. Tendríamos que batir y mezclar la yema con la clara, obteniendo una sustancia amarillenta, que al freírla también resulta deliciosa, con una pizca de sal y pimienta, por su puesto. Las células procariotas se asemejan a la tortilla: tienen mezclado el núcleo en el citoplasma celular por lo que éste no se diferencia fácilmente.
Regresando a nuestro tema de interés, según la ciencia el primer indicio de vida ha sido un «protobiante» en forma de bacteria —como lo denominaba Oparin—. Creo que la mayoría de nosotros cuando nos hablan de bacterias pensamos en gérmenes perjudiciales para la salud y solo nos circunscribimos en ese ámbito, tan limitado por cierto. En realidad, las bacterias requieren ser enaltecidas y tomadas muy en cuenta, ellas son los inquilinos sempiternos de nuestro planeta; estos organismos han sido los testigos—muy envidiados por cierto— que han podido contemplar y participar en el prodigioso tránsito de la materia inerte a la viviente. Ellas han participado proactivamente de la formación y estructuración de lo que hoy denominamos vida.
En esa línea, las bacterias han caminado solitarias por la tierra durante más de dos mil millones de años. Todos las plantas y animales tienen un ancestro común: una bacteria; y que además, para sorpresa nuestra, ni siquiera necesitaba el oxígeno para vivir porque simplemente este elemento tan importante ahora para los seres vivos en ese época no existía. Entonces, ¿cómo vivían? Para mantenerse con vida, estos gérmenes aprendieron la técnica de «fermentar» los azúcares que se encontraban en su hostil entorno. Así pues, estos microorganismos empezaron a reproducirse considerablemente en toda la Tierra, y como resultado de este largo proceso la “comida” empezó a escasear; por consiguiente, la energía que necesitaban (es decir, los azúcares) era muy limitada. Las bacterias tenían que hacer algo ingenioso y sobre todo rápido…o morirían.
De acuerdo a los postulados de la ciencia, hace tres mil quinientos millones de años algunos de estos gérmenes decidieron cambiar la matriz energética necesaria para su existencia y simulando a los mejores ingenieros: inventaron la fotosíntesis. En otras palabras, ante la necesidad de alimentarse, estas bacterias se reestructuraron ingeniosamente para usar la luz del Sol como su principal fuente de energía. A esta nueva forma de microorganismos especializados en utilizar la luz solar se les denomina «cianobacterias». Es muy probable que si hubiéramos tomado algunas fotografías de nuestro planeta en ese determinado momento, tendríamos cerros y cerros de cianobacterias por todos lados. Sin duda alguna, nuestro planeta en ese momento —y por muchos millones de años más— le pertenecía indiscutiblemente a aquellos gérmenes. ¡Cómo desearía haber tomado algunas fotos de los cúmulos de cianobacterias y publicarlas en una conocida red social!
Todo parecía felicidad para la novel Tierra y sus habitantes microscópicos, pero el uso de la fotosíntesis como proceso para obtener energía trajo consigo un problema mayor para nuestro planeta. Las cianobacterias utilizaban la luz del Sol para descomponer el agua (H2O), asimilaban el hidrógeno y expulsaban hacia el exterior un gas muy venenoso para la vida en ese entonces: el oxígeno. Así es, el mismo oxígeno que hoy es fundamental para la vida, en ese tiempo constituyó la primera gran contaminación ambiental a nivel del globo terráqueo.
Ante la eminente destrucción de la vida, estas bacterias tuvieron la grandiosa idea de juntarse, de “conversar”, de protegerse, de ayudarse, de “amarse”. Es así que producto de una simbiosis realmente extraordinaria apareció un organismo maravilloso cuyo contenido genético reposaba, ahora sí, en un solo lugar: un núcleo; que era justamente lo que necesitaban para poder replicarse de manera más segura; pero adicionalmente a esto, se presentó por primera vez en escena de esta emocionante película que es la vida, la mayor restructuración morfológica de un ser vivo: utilizar el oxígeno como fuente de energía. Este organismo fue la aplicación efectiva en la Tierra de lo más avanzado de la ingeniería biológica, este organismo fue la primera «célula eucariota» y apareció hace aproximadamente mil setecientos millones de años. No se exagera cuando se habla de que la célula eucariota goza del súmmum del ingenio biológico, ya que en el interior de la misma se fabricó o ensambló un organelo muy singular: el «mitocondrias», que es la alucinante máquina biológica responsable de transformar el oxígeno en energía para la célula, luego de un extraordinario proceso con una sensación de milagro.
La célula eucariota es un organismo autómata realmente complejísimo y fascinante, es la manifestación viva de las tecnologías de la información. Como es sabido, la revolución tecnológica actual se debe principalmente a que la tecnología ha sido utilizada para recopilar, proteger, almacenar, procesar y distribuir la información de un lado a otro; podemos denominar a este conjunto de actividades como el proceso de «gestión de la información». Bajo este esquema funcionan los sistemas de información en las organizaciones, así como las diversas aplicaciones informáticas como por ejemplo: el correo electrónico, los sitios web, y las redes sociales. Con el mismo fundamento conceptual, la aparición de la célula eucariota se basó en el proceso de «gestión de la información» y lo más intrigante es que lo ejecuta de manera excelsa. Este organismo posee en sus estructuras internas los elementos para recopilar, proteger, almacenar, procesar y distribuir la información genética de un lugar a otro, y lo hace de manera segura y efectiva. En su interior—como el secreto mayor guardado—, se encuentra la información necesaria para programar la muerte y la reproducción de la misma. Todos los animales y plantas están formados por cientos de millones de células eucariotas organizadas en tejidos, órganos y sistemas. Como dato, se estima que un ser humano adulto (el prototipo representativo es un varón, de unos 30 años de edad, 1.72 metros de estatura, 70 kilos de peso y con una superficie de 1.85 metros cuadrados) tiene en promedio 37,2 billones de células eucariotas, y mejor no comento sobre el número de bacterias que llevamos dentro, ni mucho menos la cantidad de células que tiene un Cocodrilo de Tumbes (lagarto) en la plenitud de su existencia.
Ante toda esta extraordinaria realidad, algunos científicos piensan que la vida es, sin duda, la más grande y sorprendente equivocación, es lo ilógico de lo ilógico; más aún si es que tomamos como referencia estadística el comportamiento natural de la materia. Para la ciencia, toda la materia existente obedece la segunda ley de la termodinámica que en resumen se describe como: “todo tiende al desorden y la desorganización”; «entropía» le llaman. Sin embargo, según lo que hemos visto a lo largo de este capítulo, en la materia viviente esta ley no se cumple y ocurre justamente lo contrario: la vida tiende siempre al orden y la organización. Inclusive en la vida se implementan cambios para seguir conservándola; recordemos como las bacterias han aprendido a organizarse y mutar según la coyuntura hasta formar este impresionante organismo que es la célula eucariota.
Mi profesora, aquella mujer de anteojos, sobria y elegante, terminó la cátedra manifestándonos que por más compleja que sea la vida, y ante las evidencias y/o estimaciones científicas acerca de su origen, nosotros, los humanos, somos más que un fenómeno físico, más que un conjunto andante de bacterias y células eucariotas organizadas. Eso nos concede ciertas pinceladas de lo que realmente somos: máquinas biológicas muchísimo más complejas e interesantes. Nos dijo que tenemos consciencia y la capacidad de discernir. Podemos, por ejemplo, admirar la belleza en el canto de un ave, o contemplar la hermosura de un cielo estrellado; o tener la capacidad de creer en Dios o no. Somos capaces de crear poesía, obras musicales, rascacielos, cohetes, supercomputadores, etc. (Yo agregaría: somos capaces de disfrutar de un rico ceviche de mero). Somos un complejo microsistema dentro del gran ecosistema del universo. Nunca se sabrá cuál fue el motivo o la razón por la que un puñado predilecto de átomos se juntaron para formar moléculas, y porque estas se agruparon de manera inteligente para formar aminoácidos, estos a su vez se unieron con enlaces tan perfectos para crear las proteínas; estas también decidieron juntarse de manera voluntaria (o no, ¿quién sabe?) para formar estructuras orgánicas, allí reside el enigma y lo realmente fascinante del principio de la vida
[1] Harold Clayton Urey ganó el Premio Nobel de Química en 1936 por sus trabajos pioneros con los isótopos. También en la creación de la bomba atómica.
[2] La palabra procariota proviene del griego pro “antes” y karion “núcleo”, es decir: “sin núcleo”.