En el año mil novecientos
noventa (1990) mi instancia en el gran C.N 7 de Enero correspondía al
tercer año de educación secundaria. Según recuerdo fue un año de cambios
sustanciales en la mayoría de mis compañeros y también de cambios drásticos
en el ámbito local, nacional e internacional.
A diferencia del
segundo año —que nos correspondió un aula de material noble— en este tercer
año, a mi sección, la sección de “Tercero C” le correspondió ser “sección volante”. Una “sección volante” era aquella sección que no tenía un
espacio fijo destinado a las clases, sino, por el contrario, andaba errante en
busca de un salón vacío cuyos alumnos estuviesen haciendo educación
física o, en su defecto, estuviesen en el curso de formación laboral. Sinceramente, al margen de la
incomodidad de esta forma de estudiar, este mecanismo fue una idea muy singular
ante un problema evidente que tenía nuestro querido colegio: la gran cantidad
de alumnos.
Gran parte de los cursos
los llevamos en un espacio que había sido dividido para dos secciones.
Generalmente los alumnos del “Tercero C” compartíamos ese espacio con “Tercero
B”; sólo nos separaba unas estructuras movibles de tripley —eran cuatro que se
colocaban de manera contigua— y que fungían de pared, el techo era de
Eternit (creo que es la marca), entonces imagínense el calor que sentíamos
a eso de las 11:00 a.m.
Ya en tercer año, mis
amigos más cercanos eran: Carmen Elena Álvarez Morales, Patricia Saavedra
Nathals y Francisco Benedicto Yacila Lomas. Por cierto mi gran amigo
Pancho y yo, éramos los alumnos de menor edad en la sección “C”, y creo que
también de toda la promoción. Ambos iniciamos el tercer año con doce años de
edad. Pancho cumple años en agosto y yo en julio. Con Pancho tenemos unas
experiencias alucinantes, que se dieron en cuarto y quinto año, y trataré de
pincelar en su debida oportunidad.
Cuando inicié ese año
escolar, recuerdo que tenía cierto grado de ansiedad por dos cursos: Matemática
y Química. Sobre todo por los comentarios que hacían los alumnos de años
superiores con relación a los docentes que dictaban esos cursos; mi mente
ahora ya atiborrada y maltrecha, lamentablemente sólo logra recordar el nombre
completo de uno de ellos: Al gran profesor Pantalón Puño Lecarnaqué. El profesor
Pantaleón, quizá fue uno de los docentes con mayor capacidad pedagógica.
Sí. El profesor se comía la pizarra, caminaba de derecha a izquierda,
tenía un tono de voz gruesa y fuerte. Cuando tenía que hacer una precisión lo
hacía hablando más fuerte y adicionalmente hacía unos ademanes que
complementaban la explicación. Usaba como libro de apoyo el libro de Máximo de
la Cruz Solórzano. Recuerdo las clases de Productos Notables,
Factorización, Operaciones con Polinomios, Binomio Cuadrado Perfecto,
Ecuaciones con dos variables, Resolución de Ecuaciones de Segundo grado,
etcétera. Hasta ahora me acuerdo de la fórmula para resolver ecuaciones de
segundo grado:
“ equis es igual a menos b más menos, raíz cuadrada de b al cuadrado menos cuatro a por c sobre dos a ” literalmente hablando. Asi es,
con el profesor Pantaleón mi afán por las matemáticas se fue incrementando; mi
memoria flácida empezó a grabar cada fórmula, cada ecuación, cada forma de
resolver los problemas, y me empezó a gustar la forma como las matemáticas
podían ser usadas para resolver un sin número de problemas cotidianos. El
profesor Pantaleón resolvía siempre los ejercicios pares del libro de
matemáticas, y los impares nosotros teníamos que resolverlos. Realmente
eran bastantes ejercicios, algunos padres se quejaron a la dirección por la
cantidad de ejercicios que dejaba el profesor, pero él continuó con su peculiar
estilo, que por cierto es el mejor camino para aprender algo. Si señores,
si queremos aprender matemáticas tenemos que practicar y practicar, no queda
otro camino. Esta inferencia la tenía bien clara el profesor Pantaleón. Cada
vez que resolvía un ejercicio, al profesor Pantaleón Puño Lecarnaqué le invadía
la alegría que colindaba también con aquella sensación que las personas tienen
cuano hacen algo que va causar la admiración de los demás. Realmente fue (o es)
uno de los mejores profesores del glorioso C.N 7 de Enero.
El otro curso que me abrió
también la mente fue Química. La profesora era de Tumbes, era de estatura
mediana, cabello ensortijado y corto, con una voz bien potente ( el nombre de la profesora es :Karol Correa Taboada . Gracias Elizabeth Asencio Yacila por el dato). Allí aprendí
las fórmulas básicas de la química orgánica e inorgánica. La fórmula cloruro de
sodio, nitrato de plata, de los alcoholes, los alcanos, alquenos, alquinos, los
Éteres, etcétera; fue sin duda un curso muy peculiar.
Cuando nos tocaba en la
sección separada por el tripley, generalmente me sentaba en una de las dos
últimas carpetas. Las carpetas eran para dos alumnos, entonces me sentaba con
Pancho o con cualquiera de las amigas: Patricia o Elena. En esa posición se
veía todo el patio central, y normalmente nos distraíamos con cada transeúnte
que caminaba por ese lugar. Es asi que vimos pasar a una de las profesoras más
hermosas, delicada, dulce, con una voz que acariciaba los oídos. Ella nos enseñaba
inglés, su nombre es Enna. La vimos pasar por el patio, caminando
delicadamente, como una diosa del olimpo, parecía que contaba los pasos y que
dibujaba en su andar una estela de frenesí que consumía a los ojos que osaban disfrutar de su belleza singular, e incluso daba la sensación que el mismo suelo se
rendía en su transitar. Patricia fue la primera que se percató y dijo: ”miren,
miren, miren allí va la miss Enna”. Al poco rato lanza un zafio silbido. Ella
(Patricia) no resistió verla pasar con tal garbo y su ser expulsó ese sonido
que parecía el silbido de un caballero prosaico y tosco. Yo estaba al costado
de Paty en la misma carpeta, obviamente me hice el loco, como quien dice, yo no escuche nada, yo no vi nada.
Lo que no sabíamos es que detrás de los Tripleis estaba el auxilar del colegio,
uno de los más draconianos e intolerantes a los actos de indisciplina, era el
señor Tarquino.
Justamente él, había
estado conversado con la miss Enna antes que ella transite por el patio.
En una, no más, se acercó a nosotros y a unos 10 metros más o menos, exclamo:
¡Ya ustedes, los cuatro a
la dirección, que tal majadería! (sic).
En el camino a la
dirección teníamos que transitar por ese patio. Todos empezamos a
recriminar a Patricia:
—¡Tamare negra como
la jodes! Decía Elena.
—Oe Paty ¡haces sonseras
no más! Comentó Pancho.
—¡Muérdete la lengua
carajo! Fue mi expresión.
Hasta allí, nuestra amiga
Patricia se sentía vilipendiada y abandonada por sus amigos. Ella estaba segura
que sus amigos —ósea nosotros tres— la íbamos a acusar para salvar nuestro
pellejo adolescente.
Ya en la dirección nos
llevan a una sala especial, allí estaba el señor Tarquino con su
guayabera blanca impecable, su pantalón marrón y zapatos del mismo color. Sus
lentes RayBan y su expresión de muy pocos amigos. Parecía un agente de la CIA
o de la PIP. Sinceramente me daba miedo
el señor.
—Ya, de una vez, desembuchen.
¿Quién fue? Dijo escuetamente.
Todos empezamos a míranos,
nuestros ojitos se movían de izquierda a derecha, mostrando nerviosismo
justificado y también signos de apoyo a nuestra amiga Paty. Nos quedamos mudos,
mirando al suelo, parecíamos como los esclavos de los mayas cuyos corazones iban hacer
extirpados.
— ¡No quieren decir quien
fue! Saben que lo que han hecho es una falta grave de indisciplina que colinda
con la suspensión por tres días. ¿Lo saben?
Preguntó enérgicamente. En
realidad no lo sabíamos. No contestamos.
—He hecho una pregunta,
¡Lo saben! ¡Respondan, lo saben!
—No lo sabemos señor.
Dijimos al unísono.
—Aja! Si hablan. Yo
pensé que eran mudos. ¡Ahora me van a decir, quien fue!
Nadie quiso hablar y echar
la culpa. El auxiliar Tarquino al ver nuestro nobel aplomo y está sutil
cofradía empezó a atarantarnos.
—Usted, señor Yacila. Si
no me dice quien fue, yo voy a pensar que usted ha sido. Y eso le va ir muy mal
en su calificación anual, señor Yacila.
— Usted señorita Álvarez,
ya tiene una tarjeta amarilla y le puedo sacarla tarjeta roja.
—Usted señorita Saavedra
ya tiene tarjeta roja, ahora si le sacaré la tarjeta morada.
— Usted señor Yacila
(Pancho se apellida Yacila Lomas) hablaré con su mamá y estoy seguro que no lo
irá muy bien.
— ¡Si no me dicen quien
fue, entonces todos fueron! Y todos serán suspendidos.
Todos hicimos fuerza común
con Patricia, y nos íbamos a comer esa lagartija, hasta que Paty comienza a
llorar y a incriminarse y juró que no volverá hacerlo.
Al final los tres nos
fuimos y Patricia se quedó conversando con el gran auxiliar Tarquino. La
sanción no se diò. El intolerable Tarquino tuvo compasión y misericordia con mi
amiga.
En tercer año, la
adolescente que había ocupado el primer puesto en primer año —1988— y segundo
puesto en segundo año—1989—, ya no estaba. A su padre, que era un militar lo
cambiaron a otra ciudad del país. Sin embargo, la lid — si se puede llamar asi—
por los primeros lugares la seguían manteniendo: Maribel Azañero Rodríguez,
Karin Barrientos Pacherres, César Palacios Agurto, Jéssica Medina
Morán, Julisa Fernández Rosillo, Aracely Yarlequé, Erin Escobedo Dios entre
otros. Pero otra alumna llegó a formar parte de ese exclusivo grupo de púberes
que disfrutaban del saber. Su nombre es Elizabeth Asencio Yacila.
Fue alumna de la sección “B” y todos le decíamos Eli. Eli había estudiado
los dos primeros años en Lima, en los prestigios colegios capitalinos “Dora
Mayer” y “Fe y Alegría”, si la memoria no me hez esquiva. Eli era una
adolescente muy pero muy ordenada, pulcra en sus cuadernos, con una letra
hermosa, responsable en sus quehaceres escolares y apoyaba a su querida madre
junto con su hermana Pilar. Eli escribía en clase generalmente en su
block — su borrador— y luego pasaba todo en limpio. Era una técnica
extraordinaria que demuestra el estilo que siempre ha tenido Eli: sacrificio por hacer las cosas bien.
Cabe recordar que en ese tiempo no había energía eléctrica en Tumbes, por lo
que muchas veces la actividad de pasar a limpio, sobre todo en las noches, era
posible gracias a la luz emanada de los lamparines a kerosene o la luz de
la vela. Además de eso, Eli era (es) una persona con una inteligencia sin
igual, tenía esa capacidad de captar rápidamente las cosas y la forma de
expresarlas denotaba —así como en sus cuadernos— el orden y la pulcritud
de sus ideas y su pensar.
Recuerdo que en ese año,
mil novecientos noventa, tuvo lugar la guerra del golfo pérsico, tuve la
oportunidad de escribir en el periódico mural algo relacionado a esa coyuntura
bélica. Todos afirmaban que Irak con Saddam Hussein eran los malos de la
película, porque había invadido Kuwait. Cuando en realidad eso fue la excusa
para que las transnacionales americanas se apropiasen de varias
instalaciones petroleras de Irak. Aun en esa edad yo tenía claro esa situación,
pero la prensa hacía ver lo contrario, hacía ver que los E.E.U.U eran los
buenitos, que se estaban sacrificando por los Kuwaities. Tuve una conversación
con mi profesor de historia, el profesor Villegas (Q.D.D.G) y él, junto con el
profesor Clemente Chávez Mego, compartían la misma opinión que yo.
En ese año escolar,
teníamos que decidir qué curso técnico teníamos que llevar hasta quinto año. En
los años anteriores, había llevado: Mecánica y Carpintería — en primer año—;
Dibujo Técnico — en segundo año—. En este año escogí el curso de Agricultura.
En realidad yo siempre desee Artesanía, pero en ese tiempo era consciente de la
precariedad económica de la familia, y aunque parezca mentira, los materiales
que se usaban en artesanía suponían un gasto adicional que no se tenía
planificado y presupuestado. En cambio, en Agricultura todo lo que se
necesitaba era tu “fuerza motriz”. Sólo tus manos, sólo tu fuerza. Agarraba la
lampa, el trinche o el rastrillo y empezábamos la faena, que consistía entre
preparar la tierra, regarla, moverla, limpiarla y sembrarla. Allí aprendí a
sembrar pepinillos, culantro, lechuga, nabo, rabanito entre otras hortalizas.
Nuestro colegio tenía sus parcelas de cultivo y también criaba cuyes y conejos.
Tuvimos un profesor de carácter dócil y que, sobre todo, brindaba mucha
confianza a los alumnos, era muy humano. Es por eso que ahora es recordado como
uno de los mejores amigos del alumnado. Un mar de gente acompañó el féretro que
lo transportaba a las puertas del cielo. Si, el profesor Ricardo Espinoza
Yacila, más conocido como El
Mellizo, se nos adelantó hace unos años. Nosotros le decíamos Varón y no sé todavía la razón.
El único inconveniente de
llevar Agricultura es que después de una hora de trabajo nos venía un hambre
descomunal. Para mitigar el apetitivo y la manifestación del instinto,
comíamos pepinillos y lechuga con su respectivo juguito de limón
fresquecito. Las hortalizas sabían sabrosas, recién salidas del útero dadivoso
de nuestra madre tierra. ¿Y la sed? Pues la saciábamos con agua de la
pileta que servía para regar las plantas, no había agua Cielo, San Mateo o San
Luis. A caño limpio no má,
y hasta ahora no nos hemos muerto.
A veces nos
acercábamos a la clase del profesor Villegas, que le decíamos Guitarra,
él enseñaba Artesanía, allí estaba un grupo de chicas muy guapas y cuyo
salón colindaba con una parcelita que era trabajada por nosotros. De entre los
cursos técnicos, es decir de Artesanía, Mecánica, Electrónica, Dibujo Técnico,
Costura, Repostería y Agricultura, esta última era la más denostada, según mi
entender, porque allí estaban los alumnos con menos capacidad intelectual
y económica, allí sólo se necesitaba la fuerza y nada más, asi éramos
catalogados, por supuesto que esos comentarios me tenían sin cuidado.
Recuerdo que el hermano de
Pancho (Francisco Benedicto Yacila Lomas), más conocido como Cholo, llegó a vender el examen
de admisión desarrollado de la Universidad Nacional de Tumbes. Lo vendió a un monto equivalente a 0.20 céntimos. Le pedí prestado a un amigo y me lo compré, para ver cómo era ese
examen. Me percaté que tenía que estudiar más y más para al menos lograr
resolver un 20 % de ese examen.
A final del año escolar,
Eli, la adolescente llegada de Lima, hacía muestra de toda su
capacidad cognitiva, de todo su esfuerzo y dedicación. Logra un meritorio segundo lugar en aprovechamiento. Sin duda
alguna para enjundia, alegría y admiración de sus seres queridos. El primer
puesto fue acariciado nuevamente, — sin merecerlo claro está—, por las pequeñas
y callosas manos, del enjuto púber que vivía al costado de la quebrada de
Corrales, en una humilde casita de barro, con huecos en el techo y plantas de
sandía a su alrededor.
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